Suerte. Preparación. Decisión. Y tesón. Javier Bardem ha construido su carrera sobre cuatro elementos que, sumados a un rostro salvaje y un gesto que puede resultar tan duro como viril, lo han encumbrado como uno de los mejores actores de su generación. Nieto, hijo y sobrino de cómicos, en su currículo figura toda la gama de premios, desde el Óscar hasta el Bafta y los Goya. Ningún actor español ha llegado tan lejos. En Hollywood lo consideran uno de los suyos, un monstruo de la talla de Sean Penn.
Casado felizmente con Penélope Cruz, parece vivir un momento dulce en una carrera que compagina con el activismo. Acaba de visitar la Antártida para denunciar el deshielo y también de protagonizar la campaña de una marca de lujo.
Acude puntual a la cita. Viste ropa deportiva y visera para pasar inadvertido. El protagonista de Antes que anochezca (Las Palmas de Gran Canaria, 1969) saluda con la resolución de los tímidos que se crecen en la distancia corta. Está promocionando Loving Pablo, la película que protagoniza y produce junto a su esposa, en la que recrea a Pablo Escobar, pero la cita, a las cinco de la tarde en el madrileño hotel Wellington, no parece la mejor hora para un padre de dos niños, de siete y cuatro años. Necesita un café.
Loving Pablo es el fruto de 10 años de trabajo con su amigo el director Fernando León de Aranoa. ¿Qué encontraron en el libro de la periodista Virginia Vallejo para adaptarlo al cine?
“Más allá de la relación sentimental, había detalles que recreaban los años 80. Virginia, con la que hemos hablado en un par de ocasiones, se enamora de Pablo y entra en un agujero del cual, hoy día, todavía está intentando salir. Pero en el libro hay anécdotas fantásticas de dos tipos que se creyeron los reyes de la colina”.
Después de 10 semanas de rodaje en Colombia, ¿cambió su impresión sobre el personaje?
“Llevaba años documentándome, pero cuando llegas al sitio y ves las barriadas de Medellín en las que creció entiendes mejor su origen, su ambición desmesurada y ese compromiso social que luego utilizó convenientemente para transformarse en alguien más poderoso. Inventó el narcotráfico con su muerte y terror, y se convirtió en el enemigo público número uno, un tipo que se reía del Estado de derecho. Su muerte fue un asunto nacional y quizá por eso seguimos hablando de él”.
Cuando el presidente de Colombia aterrizó en la madrileña Puerta del Sol y vio el cartel de Narcos no pareció apreciar ese aspecto literario del tema.
“Y yo lo entiendo. Unos siguen llevando flores a su tumba y otros, la mayoría, lo desprecian y recuerdan con horror. Se saben presos de una historia que generó mucho ruido y mucha muerte. Para que un tipo así floreciese hacía falta también una sociedad corrupta y una jerarquía nada sensible a lo que estaban creando. Luego muchos miraron para otro lado cuando el Estado le declaró la guerra”.
¿Cómo preparó un papel con tantos claroscuros?
“Esa era una de las razones por las que lo quería hacer. Me han ofrecido no todos, pero sí muchos escobares, y siempre había algo que me echaba para atrás. No veía en esos personajes color, veía rasgo grueso. Me interesa su fisicidad. Después de muchas lecturas y visionar las entrevistas que le hicieron, lo visualicé como un hipopótamo, su animal favorito, del cual poseía su energía y la sangre fría para cometer atrocidades. Era un tipo pausado que ponía a todo el mundo a la carrera. Y eso para un actor es un lujo”.
Para un intérprete de método como usted, qué resulta más complicado: el ejercicio emocional de entrar o salir de los personajes...
“Empecé a los 19 años y he cumplido 49. Ya he pasado por muchos sitios, hay personajes que me han costado mucho más sacármelos de encima. La edad, la experiencia y el sentido común te ayudan a desentenderte emocionalmente, pero no sé si intelectualmente. Por un tiempo sigues pensando en esa figura que has creado, pero no fue el caso de Escobar. Cuando decían “¡Corten!”, lo dejaba ahí y me marchaba. En este caso, además, trabajaba con mi pareja y llevarse a casa el trabajo con dos hijos resulta muy complicado”.
Conoció a su esposa cuando ella tenía 16 años en Jamón, jamón; luego los juntó Woody Allen en Vicky Cristina Barcelona. Ya casados han trabajado en Loving Pablo y ahora acaban de rodar en Madrid con el director iraní Asghar Farhadi. ¿Tiene ventajas compartir plató?
“Uno no puede dejar lo personal fuera, pero ahora que somos adultos esto nos motiva a entrar en un juego de imaginación y de creatividad, en el que no importa lo que a uno le pasa, sino lo que imagina que despierta en el otro, algo que te obliga a saltar la barrera personal para meterte en la ficción y que, en definitiva, es la interpretación”.
Antes fue Anton Chigurh, el frío asesino de No country for old men, o Raoul Silva, el ciberterrorista rubio de Skyfall con Daniel Craig en una secuela de 007. ¿Siente predilección por los villanos?
“Bueno, a ver, sí (risas). Pero son personajes distintos dentro de lo suyo. Elijo entre lo que me ofrecen buscando tonos diferentes en cada entrega”.
En Hollywood lo consideran uno de los suyos, incluso uno de sus personajes salió en un cameo en un capítulo de Los Simpson.
“Todo han sido accidentes. Cuando los jóvenes me piden que les dé un consejo, uso la frase de Cela: ‘Yo no doy consejos, que la gente se equivoque sola’. Conviene estar preparado para cuando el accidente se produce. Bigas Luna decía que la carrera es mitad suerte, 25 % preparación y 25 % decisión y tesón”.
¿A qué ha renunciado por la fama?
“A la capacidad de hacerte invisible, de mirar sin ser visto, pero no vivo prisionero de ello, me busco mis formas para poder observar, porque para mí eso forma parte de mi trabajo y de la inspiración que genera. Voy mucho en metro y, de cada diez veces, en cinco veo teléfonos que me apuntan para tomar una foto. Busco las líneas y las horas, pero siempre noto la mirada de un tipo desde el otro lado del vagón”.
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