Una vez la casa del Matacandelas, en esos tiempos en que todavía no era teatro ni se llamaba Matacandelas, fue una bodega de productos cosméticos. Otra vez, hace muchos años ya, una pesebrera, e incluso alcanzó a ser zapatería. Cosas esas de que las paredes tienen más de cien años.
Cuando Cristóbal Peláez, el director, la miró por primera vez, vio que el espacio era inmenso, y además por lo de ser pesebrera tenía una entrada por donde pasaban los caballos, que resultaba perfecta para que pasaran los espectadores.
Atrás de la casa estaba además ese lugar que le pareció perfecto para montar el escenario, que hicieron ellos mismos con triplex de segunda que les daban en Sofasa. Cristóbal cree que la mayoría de los teatros de Medellín están hechos de la misma madera de segunda que les regalaba esa empresa. Así de finos.
En esa madera el escenario del Mata fue provisional por 21 años. Siempre pensaron que no era el de toda la vida, aunque tantos años les hubiese durado la provisionalidad. Eran 70 metros, y ahí se acomodaron, ahí crearon numerosos montajes. Se lo sabían de memoria.
Tenían, dice Diego Sánchez, integrante del grupo, una bodega con escenario, pintada de negro, para que no se vieran las grietas. Se ríen los dos.
Porque si se devuelven en el tiempo, antes de pararse a mirar ese teatro que construyeron ahora, con un escenario de 10 por 10 metros, en el que caben 150 personas (antes solo eran 114 sillas), se acuerdan que en el otro les daba pena muchas veces. Entonces imaginaban un teatro con un mejor camerino y un escenario más grande y una bodega gigante para guardar a sus anchas las cosas que tienen. A ese teatro, que ahora parpadean varias veces y se pellizcan para corroborar si de verdad está allí, lo construyeron en la cabeza más de 200 veces.
Y no es un sueño. Cristóbal se toca la barba. Ya hay hasta burguesía, bromea, pensando en esas sillas que la noche anterior pusieron en los corredores del segundo piso porque había tanta gente que quería ver La casa grande, la obra de estreno basada en el libro de Álvaro Cepeda Samudio, que las 150 sillas no fueron suficientes.
La construcción
Crecer era difícil. Para comprar la casa estuvieron en deuda doce años, que es complejo cuando la economía es apretada, frágil, como describen ellos la suya. A Cristóbal le parece que tienen las mismas decisiones de algunos estudiantes: si se toman una gaseosa no se pueden ir en bus. Si compran algo, no pueden hacer otra cosa.
Hasta que apareció la posibilidad de aplicar a los recursos de la Ley de espectáculos y ahí comenzó, señala Diego, la novela. Solo para aplicar necesitaban 30 millones de pesos, porque debían tener licencia de construcción, incluso si no se ganaban el recurso y no terminaban construyendo.
La licencia, a su vez, requería planos arquitectónicos, y aunque sumando detalles aumentaba la cuenta, decidieron lanzarse a esa lotería. Les pidieron ayuda a los amigos arquitectos e ingenieros con un trato, que si ganaban les pagaban y, si no, pues no. De esas cosas de la solidaridad que les dijeron que sí.
En primera instancia de la convocatoria no ganaron, y el corazón se les congeló. Estaban haciendo una inversión para crecer, que si no salía podría acabarlos, incluso.
Después de ese esfuerzo, sobrehumano, lo sienten ellos, y en otra instancia, lograron recibir el estímulo. Les dieron 751 millones de pesos, que como pasa en toda construcción, ya va en 810. El excedente de los gastos lo asumen ellos. De la Ley no llega un peso más.
Los recursos se deben gastar en lo estipulado. El foso, que no estaba planeado al inicio y que entendieron después era importante como bodega y para tener dos trampas, y que si no lo hacían ya no lo hacían nunca, debía hacerse con su dinero. Ya metidos de cabeza, mejor meter todo el cuerpo, y hasta de una vez hacer un espacio para guardar el vestuario, que siempre ha estado en cajas, sin el cuidado que se merece. En esa pieza, que es lo último que falta, van a tener la máquina de coser y el lugar para planchar, porque estos teatreros son de los que cosen y de los que planchan. Una cualidad importante de un actor, precisa Diego sorprendido, es saber coser.
Así ha sido todo, de sumas y no de restas, si bien les han pasado cosas como que la red contra incendios ha salido más cara de lo presupuestado, en tanto que cuando cotizaron la bomba el dólar tenía un valor, y ahora cuesta mil pesos más.
De todas maneras, y se dan consuelo, Roma no se construyó en un día, y sonríen por otras cosas: la acústica quedó perfecta.
Además hay hechos bellos, como trabajar juntos y ahorrar dinero. El presupuesto que ganaron es solo para infraestructura y no puede usarse en nada de dotación –para eso deben aplicar después, en la categoría dotación–. Solo que una sala, y una tan grande como la que ahora tienen, necesita una tramoya. Si la hubiesen mandado a hacer costaría unos 60 millones de pesos, y les costó unos nueve, solamente, porque Diego la diseñó y entre todos la montaron. Por ahora se quedan con las luces de siempre, las no profesionales, las que ellos dicen tienen bombillas para calentar empanadas.
El final
Están felices, por supuesto. Diego indica que los arquitectos interpretaron a la perfección sus deseos, que no eran al azar, sino con el conocimiento de 20 años de montarse en las tablas. Al fin y al cabo, concuerdan, hacer teatro para ellos es un noviciado a su manera. Si los ponen a elegir, que les den el teatro por cárcel. Bien explica Cristóbal que no hay mucha diferencia entre planear un robo y planear una obra, y que no les interesa ser una familia, tanto como una pandilla.
La felicidad sigue porque pudieron estrenar el escenario con una obra importante, La casa grande, que también soñaron muchas veces, y que trabajaron juiciosos por un tiempo largo, que incluyó viajes y muchas lecturas.
Es la combinación perfecta: una pieza a la medida de un gran escenario.
Lo demás es pensar en la deuda, están muy endeudados, asegura Cristóbal. Luego, en la solidaridad, en los amigos que se suman y hacen donaciones, y en el público, que los ha dejado con la boca abierta, porque son tantos los espectadores esperando sentarse en el nuevo escenario para ver el montaje de Cepeda Samudio, que no caben. Eso los reconforta.
Cuando Cristóbal lo mira, todavía no sabe si está dirigiendo en el Metropolitano o en el Matacandelas. Sigue, por supuesto, darle vida al teatro, llenarlo de sudor, de aplausos, aprenderlo de memoria y que puedan cerrar los ojos y recorrerlo, saberle hasta la mugre. Hechos que son solo del tiempo, de la costumbre. De convencer a la imaginación de que eso que ven al frente ya no es uno más de los tantos teatros imaginados, que el escenario provisional ya no existe más. Es, ahora sí, su teatro soñado, en la vida real.
Las construcciones, recuerda el director que dicen los constructores, nunca se terminan, se abandonan, y ellos ya abandonaron la suya. Es el tiempo del arte.
La inauguración oficial es el 27 de marzo, Día internacional del teatro.