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Una camiseta tipo “esqueleto” de la colección otoño invierno 2022 de la marca italiana Prada cuesta mil dólares, más de 4.000.000 de pesos. Es 100 % algodón y tiene el logotipo de la marca en un triángulo de metal esmaltado en el pecho.
Es un precio astronómico para una prenda que en Colombia no pasa de los cien mil pesos, pero las casas de moda no cobran únicamente los materiales o el costo de la manufactura, sino por la firma del diseñador y el prestigio, que mantiene presente en su narrativa los años que lleva dedicándose al trabajo de costura y cómo logró construir su camino. Prada fue fundada en 1913 por una familia marroquinera milanesa, por ejemplo.
Ahora, ¿cuánto debería valer el fruto del trabajo de una cultura que está construyendo sus referentes y diseños desde antes de la llegada de los españoles a América? Probablemente mucho más de lo que los colombianos están dispuestos a pagar. Por lo menos así lo considera el diseñador industrial y especialista en desarrollo rural, Jhon Vélez, que trabaja desde hace casi diez años con la comunidad La Puria de la etnia Emberá Katío, en el proceso de formalizar su trabajo como artesanas y conseguir que el público lo valore de la manera adecuada. Una labor difícil, teniendo en cuenta que los colombianos desconocen a sus comunidades indígenas.
“La primera vez que participamos en Colombiamoda, hace 6 años, con un espacio en la feria, la gente pasaba y decía, ‘trajeron a las Wayúu’. Entonces me frustraba, pero entendí que era parte del aprendizaje. Ahora por lo menos se reconoce a las mujeres Emberá y el siguiente paso es que reconozcan las comunidades”, cuenta Jhon.
En Colombia hay Emberá Katío, Chamí, Dobidá, Eyabida y Bedea, entre ellos tienen diferencias lingüísticas y culturales, como en los tipos de tejido. Para Jhon, los verdes de los Katíos son más oscuros, porque la selva que habitan es más espesa, a diferencia de las comunidades que viven más cerca a las costas y tienen verdes más vivos.
El camino a dignificar
Cuando Vélez empezó a trabajar con los artesanos de La Puria, que viven en zona rural de El Carmen de Atrato, incluso regalaban sus tejidos o los dejaban a precios irrisorios, por desconocer el valor del dinero o la relación con el mercado.
Su economía se basa en la agricultura, la caza y el trueque, y el dinero lo emplean para necesidades secundarias o resolver urgencias de salud.
Entonces, Jhon empezó a contar con las artesanas, cuánto costaban las chaquiras checas, cuánto costaba transportarlas desde los centros poblados hasta la comunidad, cuántas horas se tomaban tejiendo una pieza, cuánto sacándola de la comunidad, cuánto se debía pagar de impuestos.
Así llegó a la configuración de un precio justo, que es lo que cobra desde su marca Arkano, y que además promueve entre las otras comunidades indígenas que se dedican a la elaboración de estas piezas.
Las artesanías, por años, tuvieron los costos equivocados y se vendieron en las plazas de mercado, donde se está más acostumbrado a regatear que a tratar de pagar lo justo, por eso ahora es difícil cambiar la percepción. Hace falta abrirles otros espacios y que se entiendan como bienes de lujo, al igual que se entiende en otros países el fruto de su artesanía.
“Son profesionales, porque es una práctica que hacen desde muy jóvenes, se repite, implica una reflexión y se llena de referentes que transmiten a través de los sentidos con la artesanía, por eso hay que valorarlo igual”, explica Vélez.
Para él, otras de las razones que explican el bajo valor de la artesanía para el público general en Colombia es que se trata de trabajo mayoritariamente femenino y campesino, lo que se suele entender como no calificado.
Los productos
El saber se comparte de generación en generación, como medio de subsistencia, pero no es un misterio, ahora cualquiera puede aprenderlo. Antes los líderes no permitían que se enseñara, pero de un tiempo para acá se han abierto más a compartir, siendo conscientes de que esto implica un intercambio, no es de una sola vía.
Pero por más que se aprenda, hay una diferencia entre el tejido de las comunidades: las artesanas tejen con intención y desde el ritual. “Ellas nunca planean sus diseños, les van surgiendo y cuando trabajan por necesidad es diferente a cuando tejen desde la inspiración”, explica Jhon. Con el tiempo han empezado a interiorizar esto y a entenderse como artistas.
Ana Rita Arce, una de las indígenas de La Puria que están trabajando con Arkano, explicó en un taller para aprender a tejer collares que se debe estar tranquilo para empezar un proyecto, sino esto se transmite a quien lo usa o simplemente no se llega a terminarlo, porque está destinado a fallar desde el inicio.
Los motivos de los collares pueden ser comerciales o tener relación con los paisajes y animales que los rodean, y que para ellos son importantes. Incluso, cuando alguien se enferma, su cuidadora teje collares con la intención de que esta persona se mejore y tiene un significado especial, por lo que no suelen estar a la venta.
Ahora también están comercializando canastos, que para ellos hacen parte de sus enceres cotidianos, pero una vez en la ciudad adquieren un sentido decorativo.
Este no era un producto obvio para La Puria, sino que nació en el trabajo con los diseñadores y desde ahí se ha estado comercializando. Los canastos tienen un proceso complejo, pues la materia prima se recoge de la selva, se pela, se seca y se teje en largos periodos, y tiene un sentido ritual. Desde el diseño se le ha incorporado usos occidentales y otros materiales.
La vida comunitaria
A Jhon, los años con La Puria le han permitido organizar a la comunidad, para que no solo trabajen con él sino que puedan ser proveedores confiables de otros proyectos de diseño. Han conseguido la autonomía económica para las mujeres, el género predominante en la artesanía. La comunidad decidió que no tenían que entregar el dinero a sus parejas, sino que podían disponer de él cómo mejor les pareciera. Ellas lo invierten en comprar telas para vestidos, zapatos, camisetas de fútbol para los niños, otras piezas de artesanía que las inspiran o, cuando es necesario, en cuidado médico.
“En la ciudad todo cuesta, cuando un niño es hospitalizado, no se les da a las familias que deben viajar ni la comida ni la dormida...”, explica Rosalina Arce, líder de la comunidad, que fue la primera gobernadora mujer de La Puria.
Ella afirma que por eso no les gusta vivir fuera de su comunidad, porque pierden la libertad, sufren con los costos de vida y son frecuentes los accidentes con los carros. “Siempre tratamos de ayudar a los desplazados a volver a las comunidades, se manda a la guarda a ayudarles o cuando hay una madre con su hijo hospitalizado por largo tiempo, se mandan otras mujeres a relevarla”, explica Rosa.
Los desplazamientos casi siempre se dan por situaciones de orden público y luego, en la ciudad, las diferencias culturales hacen difícil que los indígenas puedan conseguir trabajo en algo más que la artesanía o mostrando sus bailes en las calles, a pesar de tener títulos de educación formal y saber español.
Tampoco son ancestros ideales o sin mácula, como otros suelen entenderlos, son seres humanos que pueden tomar caminos divergentes. “Es importante que la gente entienda eso, que ayude a los indígenas a volver a sus comunidades y que no permita su salida, en primer lugar, tanto con el cuidado al orden público, como con ayudarles a tener una vida digna en sus territorios”, explica Jhon.
“Los indígenas somos el presente”, dice uno de los integrantes de la comunidad en el documental Kurruma Kadai que están trabajando desde Arkano para difundir estos temas mejor. Es una afirmación importante, porque se cree que las comunidades hacen parte de la historia, pero en realidad siguen activas, evolucionando. Están en el mismo sistema del que hacen parte el resto de los colombianos
Periodista cultural del área de Tendencias de EL COLOMBIANO.