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Por mucho tiempo las paredes de la casa vieja de la abuela materna de Diego Fernando Salazar, en el barrio Internacional de Tuluá, permanecieron abarrotadas de medallas, “aprisionadas” con pequeños clavos y tapando o haciendo huecos.
Más de un centenar de ellas, de todos los metales, estilos y colores, ganadas en múltiples torneos, mostraron la grandeza del pequeño pesista -1.62 metros de estatura-, que pasó a la historia como el primer haltero varón colombiano en subir a un podio olímpico.
Aunque el éxito le tocó la puerta en plena madurez, la vida de Diego nunca fue fácil, ni en su carrera deportiva ni menos en la económica.
Su padre y luego su padrastro murieron en sendos accidentes; su hermana Nayibe también sucumbió a un cáncer. Y en el hogar de Ana Arallón, la abuela, donde vivió de pequeño y en su juventud, las carencias siempre fueron pan de cada día. “Los sacaré adelante”, recuerda Salazar haberles prometido, a sus seres queridos, una casa y colaborar con el estudio de los demás.
Y lo ha hecho. La vida lo premió con la medalla de plata de los Juegos Olímpicos de Pekín-2008, cuatro años después de sufrir una luxación en la muñeca de su mano derecha que le impidió protagonizar una actuación soñada en las justas de Atenas-2004 cuando mejor preparado estaba.
Ese mismo día, el 11 de agosto de 2008, mientras Salazar celebraba a rabiar la medalla de plata de los 62 kilogramos, otro colombiano, Óscar Figueroa lloraba en el mismo lugar, solo distanciados por metros. “Fue difícil celebrar con Diego mientras Óscar estaba llorando”, rememora el dirigente Ciro Solano, quien estaba en el mismo escenario -Gimnasio de la Universidad de Beihang de Pekín- animándolos en cada salida. Figueroa se lesionó en el primer intento del arranque de la misma división y no pudo seguir.
Guerrero ciento por ciento
Gran atleta, persona muy humana, humilde, excelente competidor, luchador de las plataformas, algo tímido, agradecido, constante, disciplinado, cuentan quienes le conocen de cerca.
Roger Berrío, quien compartió con él varias competencias nacionales lo recuerda como un verdadero guerrero. Y lo ha sido tanto en la vida como lo fue en el deporte.
“Indudablemente de él destaco ese don de gentes que lo caracterizó siempre. Alguna vez, en un Nacional juvenil, celebrado en Medellín, fui despojado del oro por una decisión arbitral que favoreció a Diego. Minutos más tarde, él se me acercó y al ver mi desilusión me consoló con palabras bonitas y al final solo atinó a decir, ‘sé que ganaste pero son cosas de la competencia’”, recuerda hoy Berrío, ya en retiro al igual que Salazar, quien labora con el Instituto de Deportes de Tuluá.
Allí pone al servicio de la gente su licenciatura en Educación Física con especialización en Dirección y Gestión Deportiva que le otorgó la Universidad Central del Valle, que alterna con la Mecánica Industrial, de la que también es profesional.
El joven que a los 12 años empezó a practicar esta disciplina, tras un corto paso por el fútbol, siempre se jactó de tener los mejores músculos del barrio. Su primer entrenador, Aymer Orozco, quien lo condujo al mundo de los hierros, lo describe como una formidable miniatura de las pesas.
El gran momento
“En mi familia me han enseñado el valor de la fe y ser muy creyente en el poder de Dios, sin dejar a un lado la importancia de estar en óptimas condiciones para todo tipo de competencias”.
Esta creencia llevó a Salazar Quintero a la consagración. Hoy, aún las escenas previas, durante y después de la prueba, las guarda como un tesoro en su mente.
Todo fue maravilloso, recuerda. “Antes de competir en una cita tan importante como lo son los Juegos Olímpicos, la situación no deja de ser muy tensionante, hay muchas ansias de competir y también nerviosismo”.
Eso sintió todo el día antes del ejercicio en la tarima; pero cuenta que la meditación le sirvió demasiado. “Medité mucho, sobre todo por lo que me había costado llegar hasta dicho evento”. Estaba ciegamente convencido de sus capacidades y de la preparación adelantada al lado del técnico búlgaro Gantcho Karoushkov, quien lo condujo al podio.
Ese momento, el de la premiación tras el gigantesco esfuerzo de alzar los 167 kilos del envión que le permitieron alcanzar la presea de plata, fue sublime, señala Salazar.
“Ya, en el podio, fue muy emocionante y satisfactorio ver mi sueño cumplido”.
En ese instante afloraron en Diego todos los sentimientos y como si se tratara de una película, relata: “se me vinieron muchos recuerdos a mi mente, todo lo que había luchado por tan anhelado título, horas y horas de entrenos, lesiones e igualmente mi familia, que siempre fue un apoyo fundamental para no desfallecer ante las barreras y luchar por estar entre los grandes del deporte mundial y olímpico”.
Salazar, próximo a cumplir 36 años (octubre), considera que la familia jugó un papel preponderante en su carrera. Parte del premio dado por el Comité Olímpico Colombiano y Coldeportes lo destinó a cumplir su otro sueño: brindarle una casa a su mamá Rosalba Quintero. “Siempre mi familia y mi madre me han enseñado a ser muy agradecido, y lo que deseaba con los premios era que ella tuviera su propia casa y dejara de trabajar en casas de familia”.
Mientras la medalla olímpica permanece guardada en el cuarto de la habitación de su casa, en el mismo estuche en que venía, Salazar vive feliz porque la vida, finalmente, lo ha premiado después de tantos sufrimientos.
“Hoy por hoy estoy bien gracias al deporte. Me he podido preparar para ser alguien después de las pesas; además de ser licenciado en Educación Física y especialista en Dirección y Gestión deportiva, soy entrenador de pesas y tengo mi propio club -lleva su nombre-, en el que ayudo a formar talentos más jóvenes”.
Aunque ve con nostalgia esos días de competidor y añora, de vez en cuando, las tarimas, los viajes y los triunfos, a Diego lo desvela hoy su otra fortuna: Dylan Salazar Rodríguez, el heredero de los logros del primer haltero nacional en subir al podio olímpico de las pesas