Cuenta Céiber Ávila que el momento imborrable de su vida lo vivió el día en que nació su primer hijo, a quien bautizaría con su mismo nombre de pila. Fue el 18 de septiembre de 2015, lo recuerda bien, porque esa imagen aún permanece fresca en su memoria.
Céiber es, después de Yuberjen Martínez, el peleador antioqueño y colombiano de mayor proyección olímpica y mundial. Tiene 29 años y recién acaba de hacer realidad el primer gran reto del año: ganar en Managua el cupo para representar al país en los próximos Juegos Panamericanos, a cumplirse en Lima a mitad de año, en los que aspira lograr el tiquete que lo lleve a la olimpiada de Tokio del año venidero.
La mirada del recién nacido que, según Céiber, parecía sorprendido y como preguntándose “¿este es mi papá?”, lo llenó de impaciencia por cargarlo para certificar que sí, que él era el progenitor.
“Me clavó los ojos, tenía una mirada fija, yo sentía esa energía que solo la brinda un hijo. Muy berraco ese momento. Y me marcó, creo, para toda la vida”.
Proyección olímpica
Y aunque la agitada carrera pugilística del pequeño peleador de 1.62 metros y 56 kilos de peso, oriundo de San Pedro de Urabá, ha tenido días inolvidables que se extienden a torneos continentales, cuatro mundiales y hasta los pasados Juegos Olímpicos de Río de Janeiro-2016, donde obtuvo diploma al llegar hasta cuartos de final, nunca como ese momento.
“Se entiende lo que es ser papá y la responsabilidad que ello conlleva”, manifiesta. “La crianza de los niños es algo muy duro, hay que prepararse y brindarles una educación que permita que crezcan en un entorno bueno”.
De familia cristiana, es el menor de los varones de un grupo de ocho hermanos que crecieron unidos y agradecidos con el Creador. Y aunque no tiene una frase de batalla es su costumbre diaria, al levantarse y acostarse le da gracias a Dios “por tenerme con vida y dejarme gozar de la presencia de mi familia”.
Vive de instantes imborrables, como aquel de hace 16 años cuando, pese a que sus padres se oponían a que fuera un peleador callejero, fue a un torneo Nacional, en Arjona, Bolívar, donde la báscula lo puso de cara a su mayor realidad boxística al convertirlo en un púgil de 36 kilos, en su primer pesaje oficial de un campeonato.
Recuerdos que son su vida
Momentos de felicidad, como cuando recuerda a quien lo llevó al boxeo: el entrenador de procesos menores Marcial Urbina, a quien hoy también le agradece que le haya “patrocinado”, por mucho tiempo, los pasajes para ir al lugar de prácticas. “Lo considero mi segundo papá aunque más terco y regañón”.
Juicioso, mentalizado para el triunfo y disciplinado en todo sentido, Céiber augura un mejor futuro, aunque corto en el boxeo.
Y aunque Jerónimo, su segundo hijo, hoy de 7 meses de edad, y Céiber júnior (quien tiene la misión de no dejar perder el nombre, según el boxeador), son sus desvelos, al lado de María Fernanda, la esposa, ha proyectado su vida hacia una presea olímpica, tal como lo soñó cuando tenía 15 años.
“En ese sueño ganaba la medalla de oro. Hace tres años estuve cerca. Y ahora apunto a subir al podio el año entrante en Tokio”. Ese sería el culmen de su carrera. Quizá lo que le falta porque le da más importancia a ello que a un título en campeonato mundial.
Sin embargo, más allá del deporte, Céiber David Ávila Segura trabaja para la familia, para dedicarse a ella dentro de pocos años pues es consciente de que la lejanía de las concentraciones lo ha separado de instantes que la vida no recupera. Por eso cree que ese será otro momento imborrable en el futuro.
“Los boxeadores somos poco dados a pensar más allá. Yo he hecho mis ahorros pensando en el retiro. No malgasto. Hay que pensar en que todo no va a durar para siempre. El goce y el despilfarro son peligrosos”, apunta con seguridad para concluir con otra frase lapidaria: “cuando se quiere reaccionar puede ser muy tarde”.
Céiber no es perfecto, lo sabe, ni en el boxeo ni en la vida; no obstante, se considera un buen padre, esposo e hijo. “Sacar a mis padres adelante -lo ha hecho gracias a que ha sabido invertir sus recursos-, ver crecer a mis hijos, ser la admiración de ellos y también un buen ejemplo para la sociedad”, es en él algo así como la “piedra angular” en la que labra, a diario, su vida.