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Populismo, polarización y posverdad

  • FOTO daniel mordzinski
    FOTO daniel mordzinski
06 de febrero de 2018
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En noviembre de 2017, Juan Martín Caicedo me invitó a conversar con Fernando Savater en el marco del Congreso de la Cámara Colombiana de Infraestructura. Lo siguiente es una versión condensada de esa charla. Agradezco a la Cámara la autorización para publicarla aquí.

Juan Gabriel Vásquez. A veces se me ocurre, Fernando, que el populismo es algo así como lo que era el tiempo para San Agustín: si nadie nos pregunta lo que es, lo sabemos; si alguien nos lo pregunta, ya no lo sabemos. No basta con decir que el populista tiene un discurso antielitista: eso no es todo. Ni basta con decir que es antipluralista, que el populista se define como único representante del pueblo y todo lo demás está fuera del pueblo o es un enemigo del pueblo. Claro, el populismo utiliza la polarización para separar al “pueblo legítimo” de sus “enemigos”. Pero eso tampoco es todo. ¿Cómo reconocemos el populismo?

Fernando Savater. El populismo es una forma más moderna, agravada si se quiere, de lo que se ha llamado siempre demagogia. Es la demagogia más internet. Cada vez más, las demandas sociales, cívicas y humanas de las poblaciones quedan postergadas ante los juegos de la política. Los políticos salen a la palestra a explicar por qué están tan ocupados que no pueden atender las peticiones de la población; evidentemente, la población se va sintiendo cada vez menos representada, más postergada, porque lo más importante para ellos resulta que no les importa a los políticos. Así que el populismo es un cierto toque de atención, porque los populistas señalan problemas reales; lo que pasa es que dan soluciones falsas, retrógradas, que no llevan a la mejora de la democracia, sino a los momentos en que la democracia estaba apenas balbuceando. Los populistas ofrecen salvadores por todas partes. Y la política necesita líderes, pero no caudillos. Ese caudillaje no ha resuelto nunca los problemas. Lo que pasa es que la palabra populismo abarca cosas muy diferentes. Se llama populismo a lo que hacen Chávez o Maduro en Venezuela, pero también a lo que hace Trump en Estados Unidos, y también a lo que ocurre en España con Podemos o con movimientos nacionalistas... Verdaderamente es una cosa demasiado compleja.

JGV. El concepto de posverdad es mucho más complicado, desde luego, entre otras cosas porque llevamos menos tiempo pensando en él. Mucha gente se pregunta para qué nos hemos inventado esta palabra, si con la vieja mentira política ya bastaba. Yo no creo que sea así. Lo que hace la posverdad no es sólo mentir, sino crear un relato que siembra una profunda desconfianza en la verdad. Alternativa por Alemania, el partido de extrema derecha que acaba de llegar al parlamento alemán, hizo correr la noticia falsa de que el gobierno pagaba más ayudas a los refugiados sirios que a los ciudadanos alemanes; querían que la gente en las elecciones saliera a votar enfurecida, y lo consiguieron. La posverdad se basa en eso: en inventar una historia que siembra la duda y la desconfianza.

FS. Yo también lo veo así, pero con un añadido importante. La posverdad es una mentira que agrada a mucha gente, que encuentra un público agradecido ante la mentira, y de eso las redes sociales están llenas. Las opiniones sensatas y documentadas tienen muy poco éxito en las redes sociales. Lo que gusta es el disparate, la cosa fantástica o la flagrante mentira que, por mucho que se desmienta luego, siempre se queda como si hubiera sido la verdad. La gente quiere esa falsedad que va con lo que le agrada.

Paul Valéry escribió una obra de teatro que era un Fausto modernizado. Fausto es una especie de capitán de industria que está sentado en su despacho hablando con una secretaria, la señorita Lust, que toma nota de todo lo que dice. En un momento la señorita Lust le dice a Fausto: “¿Quiere usted que le diga la verdad?”. Y Fausto le dice: “Dígame usted la mentira que considere más digna de ser verdad”. En las redes, lo que corre muchas veces son las mentiras que alguna gente considera dignas de ser verdad y las prefiere a la verdad. Que una verdad no nos estropee un cuento bonito.

Claro, en el populismo hay una sensación de urgencia, de atropellamiento; no son movimientos que vayan despacio esperando asentarse, convencer. Y para llegar pronto, hay que falsificar los hechos. Si uno espera a que pasen las cosas tal como uno las dice, a lo mejor no llegan nunca. En cambio, si empiezas a falsificar tu discurso, ya lo tienes ahí. Es una complicidad entusiasta entre el que miente y un grupo de gente que quiere que le mientan.

JGV. Es una verdadera lucha por el relato lo que estamos viviendo. Estas guerras narrativas son fascinantes porque se trata de imponer una versión de las cosas a las otras. Y una de las cosas en las cuales consiste la posverdad es la creación de un relato que, aunque no sea verdad, se siente como verdad.

FS. Ahí está la importancia que tiene la tarea de los novelistas como tú mismo. La gente en general ya no se molesta en leer libros de ensayos y de reflexión política, eso se da cada vez menos. Están los artículos de periódico, los esquemas de cobro por Internet y ya está. Entonces la forma más interesante de mantener relatos coherentes es precisamente la novela. Recientemente ha tenido un éxito enorme una obra de un novelista a quien conozco muy bien y aprecio mucho, Fernando Aramburu. Su novela Patria cuenta los acontecimientos que han ocurrido en el país vasco hasta hace muy poco: la violencia terrorista, etc. Ahora bien, yo soy amigo de Fernando y aprecio literariamente la novela, pero a mí no me ha contado nada nuevo. Desgraciadamente, lo he vivido. Pero lo asombroso es la cantidad de gente que se ha caído del caballo al leer la novela: “¿Pero eso era lo que pasaba?”. Otros llevamos muchos años diciéndolo y escribiendo cosas, pero nada de eso ha sido leído. Ahora la novela de Fernando le ha dado a mucha gente el relato de lo que ocurrió allí. En esta época de posverdad, quizá lo más verdadero sea la ficción bien orientada. Una ficción realmente bien orientada puede ser el mejor sustituto de esa verdad que ya nadie se ocupa de buscar.

JGV. ¿Por qué nuestros electorados se muestran tan dispuestos a creer en las mentiras, en las distorsiones, en las calumnias que lanzan las redes sociales y los discursos políticos? Hace años te oí citar una frase de un economista norteamericano, John Galbraith, que dice que las democracias contemporáneas viven en el miedo al ignorante. Dice Galbraith que las democracias, para funcionar bien, necesitan un electorado bien informado. Si no lo está, la alternativa es abandonarse a la ignorancia y al error. ¿Tú crees que parte de lo que estamos viendo sea una falla de la educación?

FS. Aunque no sea más que por razones profesionales, yo tiendo siempre a echar de menos una educación mejor. No es cierto que la educación por sí sola resuelva todos los problemas, pero sí es verdad que en la solución de cada problema siempre hay un componente de educación. Pero estamos describiendo al populista, al que utiliza la posverdad, como figura negativa, y a la gente que les sigue como gente que no cumple su labor de ciudadanos. Y yo creo que debemos considerar el envés de este asunto. Es decir, qué vamos a hacer nosotros para que los populistas no puedan ganar, qué vamos a ofrecer nosotros que sea mejor dentro de unas pautas racionales. ¿Qué vamos a ofrecer para que sea visto que el populismo es una opción débil, una opción injusta con la civilización del siglo XXI? El populismo es como si tuviéramos que cerrar nuestros grandes hospitales porque hay fallas de higiene y volver a los hechiceros que curan con ungüentos. No seríamos justos con la evolución de la civilización.

Yo desde luego no tengo la solución a lo que está pasando, lamento informarles a ustedes eso. La gente pregunta: ¿y ahora qué va a pasar, qué va a pasar con los populismos, qué va a pasar con Trump, qué va a pasar con el separatismo en España? Yo siempre contesto que las personas libres nunca nos preguntamos qué va a pasar, sino qué vamos a hacer. Lo que va a pasar si no hacemos lo correcto es lo peor: las bolas que van rodando cuesta abajo por una pendiente, si no las paramos, llegan hasta abajo, se estrellan y se rompen. ¿Qué vamos a hacer para detenerlas? ¿Cómo vamos a volver a interesar a la ciudadanía en una participación política racional, cómo vamos a decir a los ciudadanos que una ciudadanía donde los ciudadanos son libres e iguales es mucho mejor que una ciudadanía repartida en tribus y en sectas?

JGV. Hannah Arendt decía que el buen juicio político consiste en la capacidad para discriminar. Eso es justamente lo que se está extinguiendo por el fenómeno de las redes sociales: a uno le llegan solo las opiniones con las que está de acuerdo, previamente diseñadas por los famosos algoritmos, e incluso le llegan las mentiras con las que previsiblemente va a estar de acuerdo también. ¿Qué responsabilidad tenemos los ciudadanos? Se me ocurre a veces que tendríamos que pensar en un contrato social en el cual desarrollemos una nueva ética de la información. Cada uno de nosotros debería ser más responsable de las noticias que consume, del crédito que les da y de lo que comparte por sus redes sociales. Cada uno debería ser un departamento de fact-checking privado.

FS. Ser ciudadano no es una posición pasiva: uno no es un cuerpo inerte que no tiene más obligación que su trabajo cotidiano o su familia. En una democracia todos somos políticos. Es muy difícil meterle esto en la cabeza a la gente, pero en una democracia nadie nace para mandar y los demás para obedecer. Todos somos políticos, a veces mandamos y a veces obedecemos, pero tenemos una responsabilidad política, y eso quiere decir una cierta actividad política. Una de esas dimensiones es la información: hoy todos somos informadores unos de otros, todos nos mandamos los Whatsapp y todos hacemos virales las noticias. Y sí, todos disfrutamos mandando un chiste gracioso a nuestros conocidos, pero quizá además de chistes también es importante mandar un artículo inteligente. No vamos a sustituir a los otros medios de comunicación, pero podemos apoyar cosas más dignas de ser escuchadas o de ser leídas y no dejarnos llevar por las cosas estruendosas aunque sean muy divertidas.

El mundo tiene que ser justo y libre pero no es obligatorio que sea interesante; para interesantes están las novelas con grandes autores. Tenemos que intentar que la vida sea justa y que sea libre, y con eso ya es bastante; no queremos que además tenga un argumento lleno de atractivo y picante. Si solo nos dedicamos a buscar ese atractivo picante y olvidamos lo otro, probablemente vamos a acabar mal.

JGV. ¿Es posible hacer política con la verdad?

FS. La pregunta también podemos hacerla al revés. ¿Hasta cuándo se puede hacer política sin utilizar la verdad? Hay una frase célebre de un discurso no menos célebre: dice que se puede engañar a parte del pueblo todo el tiempo, o a todo el pueblo parte del tiempo, pero no se puede engañar a todo el pueblo todo el tiempo. Eso lo dijo en Gettysburg Abraham Lincoln, y es para hacer pensar. La verdad puede ser desagradable, puede ser peligrosa, pero poco a poco se va abriendo paso porque los seres humanos estamos hechos para tratarnos con la realidad, no con ficciones. La realidad puede ser ocultada, pero antes o después aparece y puede aparecer de la manera más imprevista y más peligrosa. Los políticos mienten en campaña electoral, pero ¿les permitiríamos decir la verdad? No, el político tiene que ser una especie de superpadre o supermadre extraordinario que resuelva todo, aunque sabemos que es imposible. Al que nos promete esfuerzo, al que nos promete tanteos hasta llegar a una solución, no le queremos; queremos al que zanja, aunque ese precisamente es el que nos está engañando.

Mi símbolo de la política lo vi hace muchísimos años en un viaje que hice a Egipto. Íbamos atravesando el desierto. El calor era prodigioso. Te echabas una botella de agua en la cabeza y te quemaba. Llegamos a unas ruinas y había un nativo con una nevera puesta encima de la arena, y decía: “¡Aquí, refrescos, Coca Cola, agua!”. Entonces todos bajábamos y nos lanzábamos encima. Pero la nevera estaba puesta sobre la arena y no tenía ninguna electricidad, ni ninguna conexión con nada; naturalmente, lo que había en la nevera estaba tan caliente como todo lo demás. Y sin embargo todos nos autoconvencíamos de que allí aquello estaba fresco. Esa capacidad de autoengaño, de querer por un momento que nos aliviaran el calor vendiéndonos un ilusorio refresco... yo creo que eso pasa mucho en política. Le estamos pidiendo al vendedor, que tiene la nevera puesta sobre la arena, esa solución que no puede dar. La forma en que se podría dar la solución es sobre la base de un esfuerzo, de un sacrificio, de una renuncia; porque a veces, para conseguir cosas mejores, tenemos que renunciar a algunas de las que hoy nos parecen buenas. Eso probablemente no lo hacemos. Pero claro: si no hacemos eso, no vamos a quejarnos de que los políticos nos engañan.

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