Cuando éramos niños y mucho nos apasionaba el balompié, todo era distinto: los jugadores eran muy mal pagados y se entregaban a sus equipos con alma, vida y corazón. Tampoco existían los invasivos medios masivos de comunicación que, con ímpetu, se metían en la intimidad de las personas para tornarlas fanáticas de ese espectáculo. Los aficionados eran más pacíficos y no concurrían los frecuentes atentados criminales de “barras bravas” que desdibujan esta hermosa actividad; era una magnífica época para disfrutar del estadio en familia y entre amigos, sin que a uno lo asesinaran por portar la camiseta del equipo rival.
Hoy en día, cincuenta años después, los cambios son evidentes: los contratos que atan a los jugadores con sus escuadras son multimillonarios y la avalancha publicitaria a la cual los someten es de proporciones inenarrables. Por eso los grandes figurones –y algunos son muy bien dotados–, a la par que intervienen en la competencia, promueven calzoncillos, ropa deportiva, autos, cremas de afeitar, bebidas energéticas, teléfonos celulares y mil cosas más. Por eso, desfilan mucho y, cuando se acuerdan, actúan un poco para mostrar sus dechados técnicos y los progresos en materia de estrategia.
Otra cosa que ha cambiado, a ojos vistas, es la forma como se administra este entretenimiento. Por eso, la corrupción –que antes no tenía las dimensiones de las dos últimas décadas– se ha extendido de forma preocupante, sobre todo por la irrupción de dirigentes pirañas que, en el contexto de la globalización planetaria, hacen su agosto y cobran comisiones por todos lados.
Para la muestra el actual espectáculo que protagonizan los directivos de la FIFA y algunos empresarios a lo largo y ancho del planeta; los dirigentes colombianos no son la excepción. La actividad muscular está, pues, en manos de ciertos mercachifles para quienes lo más importante es que el balón ruede y comience el espectáculo circense, para que actores y payasos entren en escena.
También, es innegable la presencia de drogas prohibidas que hacen grandes estragos en este deporte, máxime si los controles para combatirlas no son los más exigentes e idóneos; la forma como han culminado sus carreras ciertos ídolos deja mucho que desear y evidencia de forma cruda lo señalado.
Todo esto, como es obvio, ayuda a entender lo que sucede en el rentado nacional (sumido en la mediocridad, la ineptitud y la desesperanza) y, por supuesto, en la mal llamada Copa América que se juega en territorio austral: muchos jugadores, que gozan de vacaciones en sus clubes, son llamados a las selecciones a última hora y llegan sin la preparación adecuada, están más preocupados por la forma en que deben lucir ante los medios para justificar jugosos estipendios y exhibir sus horribles tatuajes y peinados; por eso, hacen pésimas demostraciones competitivas. Algunos, como cierta estrella chilena, aprovechan su descanso después del encuentro para pasearse por los casinos y conducir embriagados sus lujosos vehículos que terminan estrellados.
En nuestros días, para ver un uniforme transpirado es necesario mirar los videos de otras décadas o tener la inmensa suerte de presenciar un partido como el del miércoles en el cual, de forma literal, la selección colombiana se tragó la cancha y derrotó sin atenuantes a los altivos brasileños; una lección de humildad, después del pobrísimo espectáculo ante la escuadra venezolana que, con tesón, derrotó a los nacionales, aunque luego perdió y se desdibujó con los peruanos. ¡Ahora el Grupo C es un hervidero lleno de emoción!
Así las cosas, a lo largo de las últimas décadas se ha pasado del fútbol diversión al de las pasarelas y, si queremos que este esparcimiento sea sano y permita la emulación y el crecimiento ordenado de las pasiones, es urgente replantearlo -y ello también toca con su reglamentación- para que retorne el verdadero deporte y termine tanta banalidad y comedia. De ello depende un futuro que nos depare muchas alegrías, dolores y agradables sorpresas.