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20 IMPRUDENTES CUCHILLADAS

  • 20 IMPRUDENTES CUCHILLADAS
23 de junio de 2014
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Un joven vocifera a plena luz del día en el centro de Londres. Su pareja, una muchacha bien parecida, permanece callada aguantando los reproches a gritos de su acompañante. La que parecía una simple disputa de enamorados se va calentando y los gritos comienzan a llamar la atención de decenas de transeúntes. El chico se encara a la joven y la agarra de los hombros. No llega a zarandearla cuando varios testigos se acercan de inmediato a recriminarle su actitud. La respuesta de la sociedad, condensada en ese grupo de personas que rodea al maltratador, ha sido ejemplar. Han actuado antes de que la violencia verbal diera paso a la agresión física.

Mismo escenario y mismos actores. Media hora después. La joven se encara al que parece su novio. Le grita, le zarandea y llega a empujarle en varias ocasiones. Acorralado, el muchacho recula y se lleva un bofetón en la cara de los que escuecen. La agresión física es sonrojante. Nadie mueve un músculo. Decenas de testigos contemplan la escena impertérritos. Unos sonríen, mujeres y hombres por igual. Otros bromean. La mayoría prefiere mirar hacia otro lado. La respuesta de la sociedad es deprimente, sexista y discriminatoria.

Probablemente hayan visto a través de las redes sociales este experimento social en forma de video realizado por una ONG británica que trabaja para erradicar la violencia sexista provenga de donde provenga. Y probablemente, como me ocurrió a mí, hayan sentido vergüenza. De sí mismos. Porque en mi caso hubiera reaccionado igual. Hubiera salido en defensa de la joven a la primera ocasión y, sin embargo, ante el segundo acto, habría permanecido impasible. Quizá no hubiera sonreído o quizá sí, pero lo que es seguro es que no habría actuado de la misma forma. A fin de cuentas, si un hombre no sabe cuidarse de sí mismo no puede llamarse hombre.

Esa respuesta es simple y llanamente vomitiva.

Lo peor de todo es que si el varón hubiera tenido la tentación de parar los golpes que le estaba propinando su chica, si tan solo se hubiera defendido usando tímidamente su fuerza, habría sido interpretado por la mayoría como una agresión a la muchacha.

Tal es el grado de hipocresía en el que continúa instalado este planeta.

Una conversación en un bar a altas horas de la noche. Una cuadrilla de amigos glorifica el trasero de una muchacha que se encuentra a la par. Sólo hay miradas. Ningún gesto ni comentario obsceno. De repente, ella se gira y les reprocha su actitud.

Un poco después, la misma joven lanza un pellizco en el trasero de un armario andante esculpido en el gimnasio. Ella y sus amigas ríen a carcajadas. De haber sido al contrario, el saco de músculos podría haber sido detenido.

Casi un 25 % de las denuncias de violencia doméstica en la mayoría de países que llevan registros en esta materia corresponde a hombres maltratados por sus parejas.

Se trata de una violencia invisible. A un hombre le cuesta más admitirlo, la mayoría no es capaz de denunciarlo y tiene que ser su entorno quien dé ese primer paso. Porque, seamos sinceros, ¿quién va a creer que a un hombre le pegue su mujer? ¿No les resulta sospechoso?

Pasen y vean una historia real ocurrida en España.

Rosa María ató a su marido a una cama, le asestó más de veinte cuchilladas y le dejó gravemente herido durante horas, sin pedir ayuda. El hombre sobrevivió, pero nunca llegó a recuperarse y la gravedad de las lesiones intestinales que sufrió le provocaron la muerte un año después. La acusación pidió inicialmente 37 años de prisión para la mujer, que al final ha sido condenada solo a seis. Un jurado popular no consideró los hechos como asesinato, sino como una «imprudencia grave» con resultado de muerte. La acusada alegó que no quería matarle y el jurado tuvo en cuenta esa apreciación.

Imaginen el caso al contrario.

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