"Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón,
con toda tu alma y con todo tu ser"
(San Mateo, cap. 22)
Así enseñaba Juan Pablo I: " Cuando yo era estudiante, el profesor me preguntaba: Conoces el campanario de San Marcos? Sí lo conoces? Eso significa que este ha entrado de alguna manera en tu mente. Físicamente sigue estando donde estaba, pero se ha marcado en tu interior, como un retrato. Este retrato es lo que llamamos la idea. Y luego: amas el campanario, te recuerda muchas cosas gratas, es el símbolo de la gran Venecia? Si lo amas, esto quiere decir que ese retrato te empuja desde dentro y te mueve, casi como que te lleva, te hace caminar con el alma hacia el campanario que está afuera y distante. En resumen: amar significa viajar, correr con el corazón hacia el objeto amado. Dice la Imitación de Cristo: El que ama corre, vuela, se llena de gozo.
Amar a Dios es por lo tanto, viajar con el corazón hacia Dios. Un viaje maravilloso. De muchacho me entusiasmaban los viajes narrados por Julio Verne ("Veinte mil leguas de viaje submarino" , " De la tierra a la luna", "La vuelta al mundo en 80 días"... Pero los viajes del amor son más interesantes, mucho más.
Los viajes aportan muchas veces sacrificios... La Biblia nos habla de Jacob y lo llama santo y "amado de Dios". Nos lo presenta empeñado en siete años de trabajo, a fin de conquistarse a Raquel como esposa: dice el Génesis (29, 20) "que aquellos años le parecieron solamente unos días, por el amor que le tenía".
- Sobre estas frases de Juan Pablo I podemos enmarcar la consideración de este domingo. Amar es como un viaje. En las primeras páginas de San Juan se nos habla de unos pescadores que vinieron, orientados por Juan Bautista, a encontrar a Jesús y luego le preguntaron: Dónde vives? Y fueron y vieron donde vivía" (1, 39). Luego Andrés fue en busca de su hermano Simón y lo llevó a Jesús. Felipe buscó a Natanael y también lo llevó hasta el Maestro.
Y en otros pasajes nos habla el Evangelio de viajar. Desde Galilea hasta Jerusalén, de Jerusalén a Betania, desde el valle hasta el monte de las Bienaventuranzas, desde el huerto hasta el Calvario y desde la ciudad, por el camino de Emaús, para encontrarse con Cristo, que parecía un viajero.
Si nos hemos quedado a pie quedo, en nuestra casa tibia y amable, arrellanados quizás en nuestra reclinomática, es índice seguro de que no amamos a Dios. Y Él nos ha enseñado que debemos amarle "con todo el corazón, con toda el alma y con todo el ser".
A dónde he viajado yo?
En busca de mi hermano necesitado? Hasta la casa de los pobres? Hasta el templo? Hasta el colegio donde estudian mis hijos? Hasta el hospital de caridad donde yace un amigo, o un obrero que no tiene quien lo visite? Si mis zapatos pudieran conversar! Si entre sus tacones se hubiera colocado una cinta electrónica que hubiera registrado todos mis pasos... Que pudieran hablar y contarles a muchos "los lugares por donde he andado y las ocupaciones que he tenido". Pudiera ser que el relato de mis zapatos amigos fuera algo vetado por la censura y la razón. Quizás contarían cosas que echarían mi fama por los suelos.
Amar es como un viaje. No es para perezosos. Viajar hasta el corazón de Dios es más hermoso que cada expedición, bien fuera la de Marco Polo, la de Magallanes o la de Cristóbal Colón.
En su viaje más allá de la luna, en travesía mucho más gloriosa; y que nos perdonen Aldrin, Amstrong y Collins.
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