No queda ni sombra de duda de que el régimen sirio empleó armas químicas en gran escala, el 21 de agosto en un barrio de Damasco. Las declaraciones sucesivas procedentes de París, de Londres y de Washington convergen: es la constatación unánime del empleo de armas de destrucción en el corazón de la guerra civil siria. Los cínicos o seudorrealistas que consideren que esta es solo una atrocidad más en el conflicto se equivocan al restarle importancia a este evento.
Es verdad que el régimen de Bashar Al Assad ya había lanzado misiles Scud contra su propia población. Es verdad que el conflicto ya había rebasado las 100.000 víctimas fatales. Es verdad que las filas de la oposición han sido infiltradas por grupos de filiación yihadista. La prolongada descomposición del caso ha conducido a esto. Más de dos años de conflicto han dejado inoperantes todos los canales diplomáticos. Un baño de sangre cuyas imágenes y testimonios vienen a sacudir las conciencias a intervalos irregulares, pero cuya imagen general ha acabado por acreditar la noción de que es mejor mantenerse al margen.
Ahora bien, lo que acaba de ocurrir en Siria rebasa por mucho el simple marco de este conflicto e incluso el perímetro del Medio Oriente. En efecto, el empleo de armas de destrucción masiva significa que se ha roto un tabú. Está en juego la credibilidad de los países occidentales, que han hablado en diferente grado de una "línea roja", el límite que no debe de cruzarse. Y no es solamente eso lo que está en juego. Lo que también está trastabillando es la perspectiva de un siglo XXI dotado de un mínimo de organización internacional.
El ataque químico ocurrido en la comarca de la Ghouta constituye la primera ocasión en que se emplean tales sustancias desde la firma de la convención de prohibición de armas químicas, en 1993. Ese texto fue una reacción a la masacre de Halabya, donde miles de kurdos iraquíes fueron asesinados con gas en 1988. El horror químico de la Primera Guerra Mundial hizo que en 1925 se prohibiera el uso de gas mostaza en el campo de batalla, en el protocolo de Ginebra.
No reaccionar con firmeza ante el ataque químico del régimen sirio sería abrir la puerta a un salvajismo en la comunidad internacional que reduciría a la nada a la noción de "responsabilidad de proteger" a los civiles. El crimen químico a gran escala modifica la situación y convierte a este asunto en un tema de seguridad colectiva en su sentido más amplio.
Se puede criticar el hecho de que la muerte de cientos de sirios con armas químicas "pese" más en el plano internacional que la de las cien mil víctimas de armas convencionales. Y, no obstante, la masacre de la Ghouta equivale a un "Srebrenica sirio".
Se han multiplicado los indicios de que Estados Unidos se está preparando para una acción militar en Siria, sin que se sepa qué opción elegirá el presidente Barack Obama. ¿Ordenará disparos de misiles de crucero Tomahawk desde los buques en el Mediterráneo?
La cuestión de la legalidad de una acción tal inquieta con toda razón a las cancillerías occidentales. Para aprobar una resolución al respecto en la ONU habría que encontrar un acuerdo con Rusia, sobre la base de sus propias críticas contra el empleo de armas químicas. La diplomacia rusa no puede, en principio, quedarse impávida ante la entrada en acción de armas de destrucción masiva o su proliferación. Pero todavía había que ponerse de acuerdo en el señalamiento de los culpables, cuando Moscú se apresuró a acusar a los rebeldes sirios.
¿Habría que esquivar al Consejo de Seguridad en caso de bloqueo ruso? Podría invocarse el precedente de la intervención occidental en Kosovo, en 1999, llevada a cabo sin el mandato explícito de la ONU. A falta de legalidad en el sentido estricto, esa campaña aérea encontró su legitimidad en las repetidas advertencias dirigidas a Slobodan Milosevic. Una de las obsesiones de Obama ciertamente es no reproducir las circunstancias de la invasión de Irak en 2003: una acción militar estadounidense carente de todo fundamento en derecho.
La gran diferencia -y este es el argumento que podría invocarse ante los rusos- es que la réplica armada al ataque químico de Siria constituiría una advertencia muy seria para quienes quisieran inspirarse en tal atrocidad en el futuro. En resumen, los occidentales estarían obligados a ofrecer la garantía de que no sería el preludio del derrocamiento del régimen mediante una intervención externa, que ha constituido la pesadilla de Rusia desde la guerra de Libia. No hacer nada equivaldría a dar carta blanca a los crímenes contra la humanidad y a arruinar el edificio de normas internacionales levantado como parapeto contra el empleo de armas de destrucción masiva. Lo que Corea del Norte e Irán entenderían de esa actitud es que están en libertad de hacer lo que deseen.
Actuar de manera precisa, puntual y dirigida no significa precipitarse en un aventurerismo militar, a condición, claro, de prever el desenlace. Entonces sonaría la hora de la verdad para la diplomacia rusa, que difícilmente podría permitirse responderles a los navíos estadounidenses. Actuar sería trazar el límite indispensable a la violación de los principios más intangibles sobre los cuales se basan la comunidad de naciones y la seguridad internacional. Este crimen de más exige una respuesta clara y determinada n
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