El asunto de educar no es sólo de los maestros. Querámoslo o no, todos formamos en el aula, en la casa, en la oficina, en el metro, en el bus, en la calle. Todos nuestros ademanes son referencias para quienes nos acompañan. El problema crucial consiste en qué enseñamos.
Pero con el maestro el asunto se complica, porque, además de esta connotación, su oficio es formar.
En clase, en mis estudios de universidad, una colega me pasó un papelito que decía: "Maestro, lo que eres grita tanto, que no escucho lo que me dices". En otra ocasión leí de Ana Mercedes Gómez Martínez, refiriéndose a Don Nicolás Gaviria: "Él mismo era el mejor de sus libros".
En un congreso escuché del catedrático catalán, José Contreras: "Maestro, no nos enseñes lo que te enseñaron, enséñanos lo que aprendiste". Y en una tarjeta de invitación de "El Colombiano Ejemplar" leí de Einstein: "Dar ejemplo no es la principal manera de influir sobre los demás; es la única manera".
En las posibilidades de acompañar la formación de otros, la primera y más efectiva lección es, indudablemente, uno mismo. El problema es que ni los títulos ni la experiencia más amplia enseñan. Sabemos que personas sin títulos académicos son valiosos referentes en sus entornos.
Por eso, cuando nuestros estudiantes egresen de la escolaridad, habría que preguntarse qué les quedó de nosotros. Tendríamos que sopesar si sólo les enseñamos a presentar exámenes, a alcanzar méritos para que llevaran colgada la medalla de la excelencia o, por el contrario, llevan pegados a su piel los modos que logramos antojar de nuestra humanidad. Dicho de forma más precisa, habría que preguntarse qué de lo que somos los convenció.
El bagaje conceptual que esgrimimos tenemos que hacerlo vida en cada escena de la escolaridad. Más que el discurso, cuenta nuestra postura, pues, la verdad es que, usualmente, tenemos ese bagaje en la cabeza, pero no pegado a la piel, como algo que podamos exhibir con nuestras acciones.
A propósito de este difícil reto, registro una precisión de Lola Cendales, en conferencia. Definía este rasgo del maestro como un tensionante, diríamos, como una aspiración a la que es preciso apuntar nuestro esfuerzo con inquebrantable terquedad.
Anotaba la dificultad, quizás, la imposibilidad, de que se diera la coherencia total en nuestra experiencia docente. Esto, seguramente, por nuestra condición humana, "humanos, demasiado humanos", como escribía Nietzsche.
Porque la coherencia total, igual que la democracia radical, es un horizonte a dónde apuntar.
El asunto clave es saber, en cada momento y en cada escena, qué tan cercanos o distantes estamos de esa coherencia, de ese horizonte, de esa utopía, entendida ésta como algo que hala, que atrae, aquella línea a donde queremos llegar.
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