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Como si vivieran, Segovia habla de sus muertos

La condena al excongresita César Pérez por la masacre de 1988, despierta reacciones entre los segovianos que vivieron esa noche de terror en 1988.

  • Foto Juan Antonio Sánchez
    Foto Juan Antonio Sánchez
19 de mayo de 2013
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Jueves. Segovia palpita como un corazón que se va a infartar. Palpita como siempre y las calles sudan por las motos que se apretujan, y sube un vapor que se pega al cuerpo. Y así es todos los días, Segovia siempre está a dos pulsaciones del infarto.

Este jueves, mientras en Bogotá la Corte Suprema de Justicia ratifica la condena a César Pérez —excongresista, expresidente de la Cámara de Representantes, exdiputado de la Asamblea de Antioquia, liberal, la cara redonda, canoso, 77 años, preso en La Picota, riquísimo— como autor intelectual de la masacre de Segovia y Remedios —once de noviembre de 1988, tanto tiempo ya y tantos que aún sufren, que aún recuerdan—, un grupo de militares brilla, retoca con pintura el monumento a las víctimas, la escultura de la madre tierra: una mujer a la que un minero le saca piedras de oro del vientre y que, según dicen, tiene la misma cara de Rita Ivonne Tobón, la alcaldesa que no pudieron matar en la masacre, la exiliada, la mujer de revólver en el cinto y que nadie volvió a ver, la del silencio de tantos años.

Este jueves en Segovia palpita la vida presurosa de todos los días, y sin embargo.

Hacen cálculos y dicen que en Segovia llevan, por lo menos, 150 años arañándole oro a la piedra. Que debajo del pueblo están los corredores por los que mineros van de aquí para allá con sus picas y sus linternas encima de la cabeza buscando la suerte. Dicen que en cualquier momento Segovia se va a hundir; que la Mina El Silencio —nombre cierto y atroz— y sus 43 niveles van a guardarse para siempre lo que fue, lo que hoy todavía es. Y dicen que los últimos 25 años han sido los peores; primero la masacre, para siempre los grupos paramilitares, las guerrillas, los muertos, la gente inocente huyendo, el dinero que siempre ha habido, el oro que últimamente se disputan los de aquí y los de allá, las bacrim, los mineros. Que la masacre nunca terminó.

Por encima, como se ven las cosas, todo ha pasado, pero meter la cara en el agua muestra el fondo: esta es una generación que creció sobre sus muertos, que de tan valientes siguieron con la vida, con el pueblo. Pero tendrán que pasar las décadas para que los segovianos olviden, tendrán que venir otros. Aquí, los que lo vieron todo, los que perdieron padre, madre, hijos, tíos, amigos, cuentan la masacre como si hubiera sido ayer.

No sabe uno de dónde sale tanta gente en Segovia. Tanta gente que camina por las calles, que se sienta en las entradas de los bares, que se mueve en las motos, que juega maquinitas en los casinos. Tanta gente, que si se pregunta en la Alcaldía por el número de habitantes, le responden que si quiere la cifra oficial o la extraoficial: una da cuenta de 45.000, otra de más de 60.000. Gente de todas partes, dicen. Aquí hay rolos, caleños, costeños, indígenas, negros. Y entonces cuando se habla con la gente hay los que dicen de entrada: yo soy segoviano puro, yo estuve en la masacre.

***

El viernes ha estado lluvioso y siendo las 3 la tarde en el quiosco del parque central de Los Próceres —un redondel esquinero de dos pisos en el que suena música carrilera—, ya hay borrachos que se doblan sobre las mesas. Hace un par de meses las amenazas se escuchan y han aparecido, pintados en las casas con aerosol, mensajes pavorosos: "Fuera milicianos vividores asesinos", "Segovia te pacificaremos", "comunistas asesinos UP = Eln - Farc". Todos saben que son en contra de la Unión Patriótica (UP); se ha hablado de una masacre, pero este once de noviembre de 1988 parece todo menos un día para morir.

Hace poco un grupo que se hace llamar Muerte a Revolucionarios del Nordeste (MRN) envió dos cartas "al pueblo del nordeste" en las que anuncian que "barrerán tanta escoria marxista" y que cuentan con el apoyo "militar de la policía, del ejército colombiano, del MAS (Muerte a Secuestradores) y de ilustrísimos hijos de la región que hoy ocupan altísimas posiciones en el Gobierno". El primero de octubre hubo enfrentamientos entre hombres del Eln y la Policía en el casco urbano. El 16 de octubre autoridades civiles, miembros de la UP, recibieron amenazas de muerte. El 5 de noviembre mataron a tres mineros de la Frontino Gold Mines.

Los últimos meses de este 1988 han sido difíciles.

Jaime Gallego ha salido de su trabajo en la Alcaldía —hace oficios varios— y tiene en el bolsillo el sueldo que le pagan cada ocho días. En el quiosco lo esperan sus tres amigos para empezar la fiesta, en ese momento escuchan unos disparos: han matado a un zapatero cerca a la cancha del municipio. Pasan unos minutos ve que en el barrio La Reina alumbra una luz de bengala. Abre media botella de aguardiente mientras esperan a un Secretario de la Administración Municipal para seguir la beba en otro lado.

Veinte minutos después de que mataran al zapatero, en el barrio La Madre, Virginia Gómez escucha un tiroteo a unas cuantas casas de la suya; su hija Stella está por esos lados, cuidando a los hijos de un hermano. Virginia se resguarda, pide a Dios por su familia, toda vive en la misma cuadra, alrededor del parque La Madre.

En la casa de Pablo Emilio Gómez han entrado hombres encapuchados, vestidos de negro con fusiles largos en la mano. María del Carmén Idárraga, la esposa, está en la cocina haciendo un tetero para el bebé. Stella, la hija de Virginia, tiene a los dos hijos de la pareja entre las manos cuando los hombres entran y asesinan a Pablo Emilio, antes le habían dicho: "Quite los niños de ahí, o quiere que también los matemos". Luego asesinaron a María, que traía el tetero en la mano. Siguieron su camino.

Ya en el barrio La Reina, a unas cuantas cuadras, hombres que van alrededor del campero paran frente a la casa de los llamados "Carlos E." —llueve—. Gritan: "Abran la hijueputa puerta", le pegan puños, le pegan con la culata, tiran una granada. Ya adentro asesinan al padre de la familia, un anciano, tirándole una granada que lo destroza. Asesinan a tres personas de la misma familia. Walter, hijo menor, polio en una mano, se tira por el solar de la casa, escapa. Correrá tanto, tendrá tanto miedo, que lo encontrarán al día siguiente en Zaragoza.

Mineros vuelven del socavón a sus casas, bajan por la calle La Reina y se van encontrando con la visita asesina, demoledora. Van cayendo hombres, mujeres, niños. Entre ellos está el pequeño Francisco William Gómez Monsalve, diez años, va en una bicicleta, hace unos días tuvo un sueño premonitorio que dibujó y que será conmoción, motivo de largos reportajes, zozobra de su padre Virgilio por los próximos 25 años. El campero, que lleva una M-60 empotrada en la parte de atrás, con las puertas abiertas, se dirige al parque principal: Los Próceres.

Los Próceres. Después del asesinato del zapatero, Jaime siguió bebiendo y al frente tiene a Jorge Luis Puerta Londoño, secretario del Juzgado, que se ha quedado dormido, pero de pronto lo ve vomitar, ve que de las arcadas le brotan por la boca borbotones de sangre. Solo entonces se entera de que hay un Toyota parqueado al frente del grill Johnny Kea —esta noche trabajan 33 mujeres, cuatro están por fuera con unos clientes, las cuarenta mesas están llenas y suena La Cruz de Madera—, y han abierto fuego. Suenan las ráfagas y Jaime, con sus 18 años, pensando en sus padres que viven en el barrio La Reina, mira trémulo cómo el agua se vuelve un remolino por las esquinas y coge un color carmesí.

Se sabrá después que el grupo atacó el grill porque se decía que ahí se reunían comandantes del Eln. Pero ese día no, dirá Arly Ramírez, el dueño, que ese once de noviembre a las seis de la tarde contaba la segunda borrachera del día y por eso se había ido para la casa. Arly verá, ochos meses después, como el Johnny Kea se quema, después se quebrará, se irá para Amalfi, luego para Apartadó, allá ahogará su mala suerte en el río del tiempo, volverá a Segovia y montará una fábrica de arepas. Olvidará, y no. Nunca.

Los asesinos recorren el parque, disparan a todos lados, en el Johnny Kea matan a siete personas —pocas para semejante ataque de fusil y granadas—; en el quiosco a otras siete; en la calle a otros cuantos. Todo eso sucede a unos cincuenta metros del cuartel de Policía, los uniformados están encerrados.

Cuánta gente está salvando esta lluvia minúscula.

Pasados los minutos, después de rociar fuego y muerte por todo el pueblo, los tres camperos que se encontraron en Los Próceres siguen su camino. Cerca al Coliseo, escondido en la casa de un amigo, mientras mira por un recodo de la ventana, con las manos en el alféizar, el pequeño Juan Carlos Puerta, 17 años, vestido para practicar voleibol, piensa en su padre, al que dejó hace una hora solo en el quiosco, borracho; trató pero no pudo convencerlo de que se fuera para la casa; en el bolsillo tiene los 2.000 pesos que le dio para gastar. Ahora ve pasar un Toyota blanco lleno de hombres provistos de armas largas y municiones que se les cruzan en el pecho, ve que matan a un anciano que cruza la calle. Vendrá un amigo, le contará que su padre, Jorge Luis Puerta Londoño, está muerto en el parque, tirado. Llorará, no podrá ser médico como quiso, vivirá con sus dos hermanos, su mamá, sus tías, su abuela, a quien Rita Tobón llamará desde el exilio por los 25 años que vendrán.

Los tres camperos siguieron el camino hasta Remedios. En la vereda La Cruzada asesinaron a tres personas, otras trece quedaron heridas. Pasaron por el Batallón Bomboná, ahí esperaron, nada pasó. Es un horror: 45 muertos, más de 60 heridos.

***

En la segunda carta abierta "al pueblo del nordeste" que envió el grupo paramilitar Muerte a Revolucionarios del Nordeste (MRN) en los días previos a la masacre del once de noviembre de 1988, manifestaron: "Respaldamos al gran caudillo de esta región Dr. César Pérez García en su anhelo por la presidencia de la Cámara de Representantes".

Más de 20 años después, el exjefe paramilitar "El Negro Vladimir" acusará al excongresista de ser el autor intelectual, de aliarse con Henry de Jesús Pérez de las Autodefensas del Magdalena Medio y con Fidel Castaño, quien tuviera negocios en Segovia.

Ahora todos recuerdan que César Pérez era un líder político de la región. Era el cacique, el que ponía los alcaldes, que daba las bendiciones a los políticos de turno. Lo llamaban hombre bueno, benefactor de los segovianos, hasta que, meses después de la masacre, su nombre fue la respuesta, un viento terrible que se pasó de oído en oído: la razón, una razón demasiado poderosa para contenerla, para denunciarla.

***

Jaime Gallego recuerda la masacre sentado en su oficina de la oscura casa de la cultura de Segovia, 25 años después. Juan Carlos Puerta menciona la muerte de su padre en el despacho de la Alcaldía, donde ahora es director de Educación, Cultura y Deporte, y todavía se le atraviesa el dolor en la garganta. Virginia Gómez, que crió a sus dos sobrinos, los que salvó su hija, cuenta que tuvo que montar una guardería en ese tiempo, para curar tanto dolor. Virgilio Gómez tiene una pancarta con el dibujo del sueño profético de su hijo colgada en la sala de su casa oscura, en obra gris, desolada; dice sincero que en sus más de 60 años no hay olvido, sí perdón, y su voz es una forma del dolor cuando habla de su hijo y le dice con la propiedad con la que se llama a los vivos: mi niño.

Todos ellos piensan lo mismo sobre la condena a César Pérez: que se demoró, que fue la confirmación de una verdad que se decía por el pueblo hace mucho, que ya para qué cuándo no puede pagar por lo que hizo, que esperan que de la condena celestial no pueda escapar.

Pero hay en Segovia los que no creen tal culpabilidad, los que recuerdan al César Pérez que becó a muchos jóvenes que querían estudiar en Medellín y les dio la totalidad de la matrícula en la Universidad Cooperativa de Colombia; no olvidan que ayudó a tantos desplazados que lo perdieron todo.

***

Después de la masacre Segovia ha arrastrado la sangre de sus muertos; se le pegó una maldición de violencia como el oro se le agarró de siempre a sus entrañas. Sus calles convulsas han atestiguado tanto: los 380 asesinatos de 1997, los más de 200 del año pasado. La muerte de más de 20 paramilitares hace diez años y que tantos lloraron y lloraron y despidieron como héroes, envueltos los ataúdes en banderas de Colombia. Y entonces la duda.

—¿Cómo ha aguantado Segovia tanta violencia? —le pregunto a Jaime Gallego, luego de que me cuente la historia de la masacre y sus muertos.

—Es que aquí en Segovia siempre es que tenemos una psicología muy fina.

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