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El interior de la montaña es del color de la ceguera

22 de junio de 2008
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Soy claustrofóbico y he decidido apagar la linterna de una vez por todas. Debo pasar por el túnel que está al frente, profundo y estrecho, y la única forma de hacerlo es arrastrándome seis metros. Seis metros de infierno al que no le puedo huir. Solo la luz me hace consciente de que estoy en una cueva medio kilómetro adentro de la montaña. Me llevo la mano a la linterna y corto el chorro que sale de ella.

Hace más de una hora entré a esta cueva, gigantesca en algunos tramos y muy angosta en otros, y aunque aprendí por momentos a engañar a mi mente y alejarla de la fobia, ahora el temor se ha hecho real.

El quedarme a oscuras es al mismo tiempo un acto de cobardía y valentía. Si no sé dónde estoy podría imaginar que estoy en cualquier lugar pero igual la oscuridad absoluta es abrazadora. No sé si tengo los ojos cerrados o abiertos y soy incapaz de ver mis manos incluso si con ellas me toco los ojos.

Respiro tres veces y antes de que la angustia se convierta en una bola de miedo que me aplaste, me lleve a pensar que no tengo aire y me cierre la traquea en una cadena de sucesos desastrosos provocados por mi mente, prendo la luz de nuevo y me meto de cabeza al hoyo. Que más da. No voy a quedarme aquí de por vida.

La linterna me ha dado tranquilidad de nuevo y luego de unos segundos de arrastrasme ya estoy al otro lado, mirando de frente un rayo de luz natural tan amplio como la entrada a una catedral. Es la salida de la Cueva de los Guácharos, la atracción principal del Parque Natural que lleva el mismo nombre y al que llegué un día antes.

En realidad no estaba en el punto exacto de la salida de la cueva. Mi cabeza, después de arrastrarse los seis metros, salió a una claraboya en lo más alto del túnel, a unos nueve metros del suelo, de la que minutos después descendí por una cuerda en una especie de rapel improvisado.

Ya en tierra firme la imagen era impactante. Toda la cueva fue construida hace cientos de miles de años por la fuerza del río Suaza que se abrió paso entre la montaña. Su logro fue un pasadizo de piedra inmenso que se puede atravesar de lado a lado con la compañía de una linterna simple.

A diferencia de la salida de la claraboya angosta, la entrada principal a la Cueva de los Guácharos es gigantesca, con más de 20 metros de alto y 10 de ancho.

Dice Carlos Cortez, el guía, que aunque la cueva fue descubierta en 1876 hay rastros de que los indios la habitaron mucho tiempo atrás. Un entierro de huesos destapado hace cerca de 30 años, a solo pasos de la entrada principal, da fe de que la historia es cierta.

Ya adentro, con el ruido constante del río Suaza que atraviesa la cueva, la aparente calma de los primeros pasos por el túnel se transforma en una algarabía de chillidos agudos y aleteos invisibles a los ojos que aún se adaptan a la ceguera parcial.

Las linternas encendidas, cuando se enfocan al techo de la cueva, revelan entonces que toda la sinfonía aguda proviene de unos pájaros tan grandes como una gallina pero tan ciegos como un murciélago.

Los guácharos
Hace frío. La base de la cueva está blanda y llena de piedras blancas. "Lo blando es excremento de Guácharos y las piedras no son piedras, son las semillas de la fruta que come el Guácharo y luego vomita", dice Carlos.

La luz fastidia a estos animales ciegos y sus berridos son consecuencia de este baile de linternas que Carlos, Jaime el fotógrafo y yo, hemos prendido en el túnel.

Los Guácharos son unos animales de patas cortas y con bigotes que sirven como guía en la oscuridad como si se tratara de un radar. Con las alas abiertas miden hasta 60 centímetros de ancho y 28 centímetros de alto. Son cafés. Las hembras tienen lunares blancos.

El Parque Nacional Natural Cueva Los Guácharos tiene cuatro cuevas. Dos son habitadas por estas aves y en este túnel que ahora atravesamos, el que da el nombre al parque, anidan cerca de tres mil. Chillan, vuelan, descansan en los recovecos altos de esta cueva natural.

Muchos años antes, cuando la cueva era un sitio de poco peregrinaje, los Guácharos tenían sus nidos cerca al suelo. Después el hombre los obligó a fuerza de violencia a que ellos transformaran su forma de vida.

Sus pichones, recubiertos de un cebo amarillo, se convirtieron en objeto del deseo de cazadores que los mataban sin remordimiento para hacer bebidas afrodisiacas. Los pájaros, cansados de perder a los más pequeños, movieron sus nidos a huecos inaccesibles.

El transcurso entero desde la entrada hasta la salida de la principal cueva del parque es un camino de ceguera. Suena el río Suaza y suenan los Guácharos. Una vez afuera, en la selva, los dos ruidos hacen falta.

Un día antes: la casa de madera
Finalmente la casa estaba ahí. Sencilla. Con tejas de lata y pintada de café. Muy poco en los últimos años me había hecho tan feliz como ese momento. Era el primer día en el Parque Nacional Natural Cueva de los Guácharos y la caminata había terminado.

El recorrido había iniciado a las nueve de la mañana y decía Carlos, mientras caminábamos, que a los extranjeros les encanta este Parque porque sienten que se hace una expedición fuerte. No es para cualquiera. Aquí hay que atravesar selva, pasar quebradas, montar en mula y arrastrarse por túneles donde solo pasa un cuerpo. La frase la soltó con inocencia y cobró vigencia segundos después cuando Jaime el fotógrafo y yo entendimos que el sendero que nos esperaba era en medio de la selva húmeda, subiendo y bajando la montaña varias veces, y con una distancia de siete kilómetros. Los campesinos de la zona gastan tres o cuatro horas. Nosotros gastamos un poco más de siete pero ahora la casa aparecía y el recorrido había terminado.

Visto en un mapa grande del sur del país, El Parque se descubre en el suroriente del Huila, en medio de la vegetación espesa que nace en los límites con Caquetá.

El trayecto hasta la casa de los guías tiene varias escalas. Partiendo desde Neiva se debe viajar hasta Pitalito, de allí al municipio de Palestina y luego se sube a la vereda La Mensura, una tierra pintada en secciones de naranja por los sembradíos de granadilla.

La vereda la corona una escuelita sencilla, de paredes blancas de cal y pocos salones. Es el último tramo al que tiene acceso un carro o una moto. De allí no queda más que caminar o contratar un transporte en mula.

A mediados de la década de 1980 el Parque logró su récord en asistencia con más de cinco mil visitas en un año. La guerrilla llegó después, algunas incursiones del M-19 en la zona y tomas de las Farc, bajaron el nivel casi a cero. "Antes no se cobraba la entrada y por eso también se metía mucha gente", explica Ítalo Rodríguez, jefe del Parque.

Ahora se cobran 8 mil pesos por persona nacional y a los extranjeros 23 mil. Los alojamientos en la casa de los guías y en los cuartos de visitantes no superan los 20 mil pesos.

La caminata desde La Mensura hasta el centro de acogida (casa de guías) se hace por senderos solo utilizados por la gente del Parque lo que los convierte en zonas casi vírgenes. Aunque muchos trechos del viaje se hacen por caminos de tierra hay tramos acondicionados décadas atrás con pisos de madera trazados con troncos de árboles.

Son tablones de cedro negro y están protegidos del clima por un aceite viscoso y resbaladizo que emite el mismo árbol a pesar de estar muerto y cortado en pedazos. Hoy el invierno ha hecho la vía un poco más difícil y el barro se entierra hasta las rodillas.

Por este mismo sendero se movían hace dos siglos empresarios del caucho que utilizaron la zona como punto de siembra y recolección. A fuerza de mula y machete se hizo el camino que ahora se utiliza para ir a cada una de las cuatro cuevas del Parque y los otros atractivos.

Los árboles que crecen cerca a los senderos hacen parte de lo que los guías llaman "bosque de recuperación", un entramado natural sembrado hace menos de 40 años por los colonos que es mucho menos antiguo que el que crece selva adentro, lejos de los caminos principales en la inmensa extensión de esta reserva que tiene 9.014 hectáreas.

Adentro hay árboles centenarios. Ceibas inmensas de raíces profundas que nunca en su historia fueron blanco de la acción humana.

Mientras a otros Parques Naturales los azotan la caza indiscriminada, el narcotráfico o la presencia de grupos armados, a Los Guacharos la distancia de "la civilización" le permite un presente tranquilo.

"El miedo es el comportamiento del hombre -advierte Carlos-. Si llegar aquí fuera fácil ya no tendríamos mucho de lo que ahora vemos". Y tiene razón.

Los carros que van al Parque llegan hasta la escuela, luego se ven tres casas más y empieza un sendero que se estrecha a cada paso y en el cual toda sombra de presencia humana desaparece para siempre. Siete kilómetros adelante, siete horas después, para Jaime el fotógrafo y para mí, apareció la casa.

El Indio: la cueva de los 770 metros
Las piernas pesaban por la caminata de siete horas del día anterior y el corazón se oía en las sienes. Habíamos atravezado la Cueva de los Guácharos, su túnel y la oscuridad total.

Carlos, entonces, advirtió que el siguiente paso era la Cueva del Indio: la más grande de todas y la prueba máxima para un claustrofóbico que ya se sentía capaz de todo.

El Indio es un recorrido montaña adentro con 11 brazos internos, que sumados en longitud representan más de tres kilómetros de marañas angostas. Aquí no se puede jugar escondidijos. La pérdida de la linterna o el solo hecho de que las pilas se agoten es un acontecimiento grave. Ya inmersos en la caminata cueva adentro, el único recurso es salir al otro lado. Es mejor no arrepentirse.

Aunque en esta cueva no habitan los Guácharos, la belleza que revelan las luces de las linternas es incomparable.

Entramos por la salida e hicimos el recorrido al revés. Aunque ya adentro, en medio de la noche perpetua, da lo mismo un lado o el otro. Izquierda que derecha.

La Cueva de El Indio tiene un desnivel, en su parte más baja, de más de 100 metros, y por la parte que ingresamos bajamos por una escalera gruesa y húmeda que tiene más de 30 peldaños. Entramos, bajamos, y ya en el hueco profundo, donde poco se siente la luz natural, empezamos el recorrido.

A los dos pasos solo existe la luz de cada linterna. La humedad es del cien por ciento y si se entra con la camisa mojada nunca se va a secar. Se pega al cuerpo.

El pabellón principal es alto. Es fácil no sentir angustia en esta cueva y olvidar que con cada paso nos alejamos del aire fresco.

En cada rincón hay una historia de la tierra escrita a fuerza de miles de años. Sales y minerales hacen un museo virgen de estalactitas y estalagmitas. Charcos naturales de agua que se filtra de la montaña y que llega al suelo repotenciada con calcio. Los tres tomamos sorbos largos y llenamos las cantimploras. Sabe salada pero refresca más que el agua que nosotros consideramos normal.

Adentro, bien adentro, unos 300 metros de caminada después, enfocamos con las luces artificiales el suelo y pudimos ver el único animal que es exclusivo del Parque y no existe en ninguna otra parte del mundo (a excepción de un par de cuevas en otro continente): la araña Pocock.

Es café y ciega. (Aquí adentro todo es ciego, hasta nosotros que cambiamos los ojos por un par de pilas). Tiene las patas largas y delgadas como un cabello y unas antenas extendidas varios centímetros que le permiten palpar el terreno por donde va caminando.

Los murciélagos pasan también de vez en cuando. Se sienten por sus aleteos y el viento que dejan, quizá porque cruzan muy cerca. Los vimos pocas veces pero sabemos que volaron rápido y alto mientras enfocábamos al suelo para no pisar piedras flojas.

En las 11 cuevas alternas a la principal hay experiencias de todo tipo. Pasadizos angostos en las que no pasa un hombre gordo y otras tan bajas que solo se puede entrar arrastrándose varias decenas de metros. Algunas otras, inclusive, tienen pasajes de agua y, mientras se atraviesan, solo la cabeza y los hombros sobresalen. "Aquí es donde los visitantes disfrutan más. Recorrerla puede durar varios días", explica Carlos.

La salida del Indio (que en realidad es la que se utiliza como entrada) es un corte horizontal de la montaña. También hay que arrastrarse para salir de ella aunque adentro existan tramos con veinte y treinta metros de alto.

Desde la casa de los guías las cuevas están a 30 minutos o algunas a un poco más, pero el recorrido es un asombro natural a cada paso. En los senderos se pueden ver las huellas de zorros o, si hay suerte, las de una pantera que le huye a la presencia humana.

Las otras dos cuevas son más pequeñas. Una fue bautizada Cubo y la otra Hoyo. El Cubo es pequeña y cuenta con un par de miles de Guácharos que la cuidan. El Hoyo es impenetrable en épocas de invierno porque, como lo dice su nombre, su única entrada y salida es un hueco profundo de varios metros al que hay que bajar por una cuerda amarrada a la raíz fuerte de un árbol. Adentro, es parecida a la del Indio, con las piedras haciéndose dentro de la montaña a la vista de una historia milenaria callada. Con la presencia de voces hace apenas 300 años.

Adentro el negro de la oscuridad y afuera el verde de las hojas. Ya por los senderos, de regreso a la casa, llovió por primera vez en el viaje. Antes se vieron algunas gotas, pero ahora el agua caía con fuerza.

El camino se hizo más pesado y las botas entraban con facilidad en el barro. Sacarlas era un esfuerzo inmenso a esa hora de la tarde. En realidad todo el cuerpo era solo barro.

Llegamos a la casa con el inicio de la noche. Agua fría (helada) en la ducha y café caliente en la cocineta de los guías.

A diferencia de la primera noche que pasamos en el Parque, poblada de todas las estrellas que le pueden caber al cielo, esta segunda y última noche fue como estar en las cuevas de nuevo. Las linternas fueron una vez más nuestros ojos. Dos pupilas por una pila. Amaneció temprano y dos mulas nos esperaron a una media hora de camino.

Cinco horas después, a lomo de animal, llegamos a La Mensura y su escuela donde la montaña ya no es Parque Natural sino una vereda fría pero con sol.

Desde el patio de juegos de la escuelita se ve al frente la montaña inmensa que se atraviesa para llegar a Los Guácharos. Una pared de piedra cubierta por lo que parecen miles de brócolis gigantes. Detrás de ella está otra montaña y abajo, sumidas en la tierra, viven las cuevas inmensas frente a una historia humana que les pasa sin sobresaltos.

En sus trayectos internos se mueven a veces luces artificiales que atraviesan las entrañas de la naturaleza. Jaime y yo tuvimos la fortuna de hacer parte de eso. Conocimos el país por dentro, internos en el cuerpo de las rocas. Ahora puedo decir que yo apagué una luz para evadir la claustrofobia. La verdad, ya pienso que no hacía falta. En la oscuridad, la belleza de esta parte de Colombia mantiene ocupado el cerebro y no da tiempo para el pánico.

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