Pienso que con las mujeres que escriben o quieren ser escritoras pasa lo mismo que plantee hace unas semanas en este mismo espacio sobre las personas que se toman en serio la lectura. Al principio, mientras el leer o el escribir no sean "exclusivas y excluyentes", como lo planteó Mario Vargas Llosa en su libro " Cartas a un joven novelista ", la situación no es para preocuparse porque, se supone, es un capricho o un deseo pasajero y manejable; pero, cuando la mujer dice en voz alta, durante la cena o en cualquier otra reunión familiar, que definitivamente lo único que quiere en la vida es escribir, la situación cambia. Y entonces, el chiste o ese valor agregado de "qué bueno que ella escriba" deja de ser una situación maravillosa y se convierte en un dilema familiar porque, parafraseando a Virginia Woolf cuando imagina lo que hubiera ocurrido si Shakespeare hubiera tenido una hermana maravillosamente dotada, con la misma imaginación y talento que su "hermano", la conclusión paternal hubiera sido: "las mujeres deben zurcir las medias o vigilar el guisado y no perder el tiempo con libros y papeles".
Pero los problemas no dependen sólo de preparar un almuerzo o dejar limpia una casa, la condición de la mujer que pretende escribir va más allá cuando debe decidir si se casa y tiene hijos o si persiste en la idea de parir únicamente libros porque casi nunca las dos se complementan. Es entonces cuando el hecho de tener en la familia una mujer que piensa así es sinónimo de locura y decepción. "¿Cómo que no se va a casar?, ¿cómo que no me dará nietos?, ¿qué hará entonces usted en la vida?', cuestionarán algunos padres mientras guardan la esperanza de que en cualquier momento ella recapacite. Claro, en nuestra sociedad todavía la mujer es sinónimo de familia, de organismo reproductor, no de creación sublime.
Ahora supongamos que como lo han hecho muchas mujeres-escritoras, deciden casarse y no tener hijos o se casan y los tienen creyendo que incluso así podrán sacar el tiempo para escribir como lo hicieron algunos escritores que trabajaban intensamente durante el día y luego, al llegar a casa, escribían obras maravillosas. El asunto es que cambiar pañales, alimentar tanto a los hijos como al marido, estar pendiente de los oficios que la empleada (si se tiene) no hace, no dan espera.
Ya quisiera ver cuántos hombres aceptarían que al llegar del trabajo, cansados, tuvieran que prepararse su propia comida, planchar las camisas o soportar que su mujer les diga: "No me esperes en cama esta noche temprano porque tardaré escribiendo". Estoy muy seguro de que después de que esto se repita varias veces se dirán: "¿Hasta cuándo le durará este bendito embeleco?"
Hoy, y a pesar de que cada vez hay más becas y concursos especiales para ellas y la condición social ha cambiado un poco (muy poco), las mujeres que quieren escribir deben enfrentar condiciones bastante duras. Por eso no está de más que vuelvan a ser vigentes las palabras que expresó en 1928 Virginia Woolf: "Una mujer debe tener una habitación propia y quinientas libras al año para que pueda decir lo que quiera". Tal vez así podamos leer con más frecuencia literatura de la buena, esa que al fin y al cabo no diferencia entre sexos sino que se reconoce porque el resultado es una obra maestra.
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