Con la muerte de alias "Cuchillo", uno de los peores criminales colombianos -el "asesino de asesinos", según la gráfica expresión del presidente Santos-, en desarrollo de un operativo policial, culmina un año exitoso para nuestra fuerza pública, que en los últimos meses ha dado de baja o capturado a numerosos delincuentes, y que les ha proporcionado golpes certeros y fulminantes.
Se debe reconocer que en materia de seguridad -contra lo que muchos vaticinaban-, Santos no ha sido inferior a Uribe y, por el contrario, ha sostenido decididamente la política iniciada desde el gobierno anterior en defensa de los intereses colectivos, atacando sin tregua a los violentos, con independencia de si se trata de guerrilleros, paramilitares o narcotraficantes.
Esa es una actitud plausible del Estado -y del Presidente de la República en primer término-, que tiene entre sus mandatos constitucionales el de velar por la vida, los bienes, la honra, los derechos y libertades de todas las personas residentes en Colombia (Art. 2 C. Pol.).
El Jefe del Estado ha asumido su compromiso con toda seriedad, y lo acompañan en esa tarea personas tan valiosas como el ministro Rodrigo Rivera, cuya verticalidad es bien conocida, o como los comandantes de las Fuerzas Militares, del Ejército, de la Fuerza Aérea, de la Armada y de la Policía Nacional, todos ellos soldados de probadas capacidades, listos a combatir con su inteligencia y sus tropas a los delincuentes de todas las pelambres, para salvaguardar de manera efectiva la intangibilidad de los valores democráticos y los derechos de la sociedad.
Desde luego, el Presidente y sus ministros y colaboradores no pueden salir adelante en el logro de los objetivos que persiguen si no cuentan con la permanente y decidida colaboración de la colectividad. Los ciudadanos tenemos en ese campo una responsabilidad complementaria, y lo que se espera de todos -lejos de observar una conducta indiferente o pasiva- es que apoyemos resueltamente la lucha del Gobierno contra nuestros enemigos comunes, y que brindemos a las autoridades la ayuda que resulte indispensable, pues lo que está de por medio es la pacífica convivencia y la tranquilidad y seguridad públicas, atropelladas con crueldad y cobardía por las organizaciones delictivas.
Debo confesar la impresión que me causó (como seguramente a muchos colombianos) el General Naranjo, cuando ante las cámaras de televisión mostró el cuchillo que portaba siempre el peligroso criminal abatido -arma a la cual debía su escalofriante apodo porque con ella degollaba a sus víctimas-. Un símbolo ominoso de la muerte y del miedo que todavía imperan en muchas áreas del territorio colombiano. Y a la vez, símbolo de la resonante victoria obtenida por las fuerzas legítimas de la República.
El deceso de un ser humano jamás puede ser motivo de alegría o de celebración, pero en este caso, vista la horrenda trayectoria criminal de este personaje y considerada la formidable acción policial de la Navidad, surge espontáneamente un muy sincero "gracias" de todo el país al General Naranjo y a sus hombres.
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