El ex presidente Andrés Pastrana, que no es bueno para hacer frases memorables, hizo en los últimos días una: le puso el nombre de enfermedad andina a la tendencia de varios presidentes a cambiar las reglas de juego una y otra vez para hacerse reelegir.
Es una inversión completa del principio de oro de la democracia que reza: reglas ciertas para resultados inciertos. Han puesto en práctica esta lógica: reglas inciertas para resultados ciertos.
El asunto podría tratarse como un simple abuso de poder, pero es más complejo. Concurren por lo menos tres factores para que esta enfermedad se desarrolle con tanta fuerza en la región: una inmadurez política de la ciudadanía, una precariedad enorme de los partidos políticos y, claro, una utilización abusiva del poder.
Los mandatarios de la región han tenido la astucia de escoger una angustia especial de la ciudadanía y se han concentrado en atenderla, en utilizar todos los recursos para aliviarla. Sobre la base de esa estrategia han capturado el apoyo ciudadano y han logrado que la población pase por alto el resto de los problemas. O más grave aún: a partir de eso autorizan al caudillo para que haga y deshaga con las instituciones, con las reglas democráticas y con las fuerzas que lo critican.
En Venezuela Chávez eligió el tema de la pobreza y la exclusión que agobiaba a grandes sectores de la población que veían cómo las élites del país se apropiaban indebidamente de la gran renta petrolera y mantenían a las grandes mayorías en la miseria. Con una acción focalizada en indicadores clave de las necesidades insatisfechas ha logrado disminuir la pobreza general de un 51% a un 25% y la pobreza extrema de 25% a un simbólico 8%, según cifras de la Cepal.
En Ecuador Rafael Correa se ha hecho eco del sentimiento nacionalista de un pueblo que tiene muchos reclamos no sólo ante Estados Unidos, sino ante Colombia y ha catapultado la participación de las clases medias y de las capas marginadas con estos trasiegos de dignidad y reconocimiento.
Álvaro Uribe se concentró en la seguridad que en todas las encuestas previas a su primera elección aparecía como la preocupación principal del país y que se ha mantenido como la gran angustia de las mayorías nacionales. Con una inversión cuantiosa en la defensa y en la guerra ha disminuido algunos índices de violencia.
Arropados en estas banderas, estos mandatarios se han mantenido en el punto más alto de las encuestas, han ganado elecciones y consultas, han cambiado la Constitución en distintas oportunidades, han reducido dramáticamente el espacio de la oposición y reciben el aplauso de importantes sectores de la opinión de su país. Quiere decir que la ciudadanía no alcanza a ver más allá de su angustia y no tiene elementos para valorar de conjunto un proyecto político y una obra de gobierno.
Pero quiere decir también que no hay partidos organizados y fuerzas con idearios alternativos que puedan estructurar una labor seria de oposición, elaborar un discurso crítico para atacar con claridad las grandes falencias del gobierno y movilizar a la ciudadanía para detener los desafueros del régimen.
En ese desierto de cultura política de la ciudadanía y de partidos políticos florecen como yerba mala los autoritarismos. Políticos sin barreras morales y con más astucia que inteligencia se apoderan del escenario y se entronizan por largos años en el poder.
Años después se empiezan a destapar los desafueros. Las miserias de ese periodo saltan a la vista. Comienzan los juicios. El caudillo queda solo porque todos sus áulicos lo abandonan. Nadie se hace cargo de lo que fue un proyecto colectivo. La prensa se olvida que calló o alentó sus abusos. Los empresarios eluden sus responsabilidades. Los amigos que se lucraron del poder miran hacia otro lado. Pero en el suelo han quedado miles de víctimas que la enfermedad ha dejado en su reinado.
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