Durante la II Guerra Mundial, Liesel Meminger (interpretada por Sophie Nélisse), hija de una comunista, queda bajo el cuidado de Hans Hubermann (Geoffrey Rush), un pintor de brocha gorda y músico aficionado, y su esposa Rosa (Emily Watson), una lavandera que lleva las riendas del hogar.
En un barrio obrero de Molching, en las afueras de Munich, se ubica la Himmelstrasse, calle del Cielo, donde reside la pareja. Según la novela original (La ladrona de libros, de Markus Zusak), los Hubermann, quienes conservan las camas de sus hijos que se marcharon para hacer su propia vida, deciden cuidar niños desprotegidos -como Liesel- para obtener una pensión adicional.
Después, ofrecen refugio clandestino a un joven judío, Max Vandenburg (Ben Schnetzer). Con él y con su vecino, Rudy Steiner (Nico Liersch), la protagonista forja vínculos entrañables.
La ladrona de libros es una película con una heroína no convencional: escupe, roba, no dice “gracias”, agarra a puñetazos a quien la molesta.
Su director, Brian Percival, es arriesgado: se ocupa de uno de los motivos más recurrentes del séptimo arte: el Holocausto (inevitables las comparaciones con La lista de Schindler, La vida es bella, El niño con el pijama de rayas), se pone del lado de los civiles alemanes, asume la perspectiva infantil. Esquiva el aleccionamiento obvio, burdo, de buena parte del cine infantil, que insiste en proyectar el mundo en blanco y negro, como los cuentos clásicos.
¿Acaso esta cinta, narrada por La Muerte (con la voz suprema de Roger Allam), es para niños?
La ladrona de libros desarrolla asuntos que inquietan a los chicos: el primer beso, la sumisión ante una autoridad no respetada, la obligatoriedad del baño diario (Liesel es llamada “Saumensch”: cerda). También explora pensamientos ajenos a la infancia, como el miedo a la muerte propia (“Quiero crecer antes de morir”, dice Rudy); y la posibilidad fantástica de un hada madrina: Ilsa Hermann (Barbara Auer), esposa del alcalde, dueña de una biblioteca.
La solidaridad, la amistad, el abandono, se dibujan a través del papel de las mujeres en la guerra, de los rebeldes que se negaron a unirse a los nazis. Pero, sobre todo, hay una exaltación del arte como liberador del espíritu: Max pinta una ventana en el sótano, Liesel lee para su amigo, Hans interpreta El Danubio Azul mientras sobrevuelan bombarderos aliados.
Con frecuencia, nos sentimos condenados al mal cine infantil: enfrentamos el cliché del héroe repetido, el efectismo, la hiper-sexualidad. Con algo de suerte, nos redime una buena banda sonora o un libretista genial. Tan pronto como nos sorprende, el cine para niños (“familiar”) asienta la bofetada. Su calidad es muy irregular.
Si bien algunos críticos han sido implacables con La ladrona de libros, aplaudo a Percival porque -con o sin intención- se dirigió al público infantil con imágenes bellas, con diálogos dignos, llenos de significado. Y porque parece entender -con o sin intención- que no es fácil alcanzar la altura de los niños.