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LA MÚSICA Y LA SANGRE

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30 de junio de 2012
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Mientras ensartaba la carnada en el anzuelo, Bernardo Meza soltó una sentencia aguda:

-Aquí en San Pelayo hay puros músicos de primera con instrumentos de segunda.

A continuación arrojó el anzuelo al río Sinú y se quedó acuclillado en el suelo viendo la onda circular que se expandía en el agua.

Eran los días finales del mes de junio. Al igual que ahora, se celebraba en San Pelayo, Córdoba, el Festival del Porro, un evento que reunía a casi quinientas bandas de música de viento. Procedían de todo el país, en especial de las sabanas del viejo Bolívar.

Desde mi llegada, dos días atrás, me había llamado la atención la atmósfera musical que se respiraba en el pueblo. Allí, a cualquier hora del día o de la noche, salían melodías de las casas. En el patio que colindaba con mi posada alguien tocaba una trompeta. Más allá otro parroquiano hacía trepidar la tierra con el mugido grave de su tuba. También se oían, remotos, unos platillos. Aunque cada habitante anónimo interpretaba su propia pieza, era evidente que entre todos, sin ponerse de acuerdo, conformaban una banda comunal y descomunal.

-Nuestros instrumentos son de segunda mano -insistió Meza- y a veces hasta de octava.

Cuando se fundó el festival, en 1977, San Pelayo era un punto insignificante en el mapa. A partir de ese momento empezó a contar para el resto del país. Sus músicos, casi todos jornaleros, lograron lo que hasta entonces había sido imposible para sus dirigentes: hacerse oír.

Lo que interpretan estos trovadores de abarcas y sombrero vueltiao es porro, un género instrumental hermanado con el jazz. Al oírlos uno entiende aquella idea de Tolstoy: la buena música es la taquigrafía de una profunda emoción. Sin letra, a punta de melodías, los juglares de las bandas son capaces de nombrar su universo: la torta de yuca, la chicha de tamarindo, el taburete de cuero, las corralejas, el fandango. Todos esos elementos se tornan indestructibles cuando el porro los convierte en memoria.

Hacen su música a oído físico, por pura inspiración, sin utilizar partituras. En consecuencia, no tocan una canción de la misma manera dos veces seguidas. El porro es mutante como las aguas del río de Heráclito, se renueva en cada interpretación.

Como no todos tienen dinero para comprar un saxofón nuevo, usan instrumentos de segunda mano. O hacen como Bernardo Meza: se meten entre la boca una hojita de laurel o de limón, y de ese modo imitan el sonido de los costosos instrumentos de viento.

Acurrucado frente al río, Meza confesó su preferencia por la de laurel. La otra, explicó, es muy ácida y corta los labios. Sin embargo, para mostrarme su virtuosismo me tocó cuatro porros completos con la de limón. En el labio superior le apareció entonces un puntito rojo. Recordé a Rilke: quien no es capaz de inmolarse por su pasión es un impostor.

Aún hoy le agradezco a mi oficio el haberme permitido ser testigo de aquel prodigio inolvidable.

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