¡Qué ironía! Rubén Alonso Osorio vive en el pueblo más colorido y en el momento más turístico de Antioquia, pero no puede apreciarlo. Hace once años quedó ciego y aunque en su imaginación está Guatapé, el que él veía y recorría calle a calle, la localidad ha cambiado -¡y mucho!- en estos años.
Ya Calle Vieja está adoquinada en piedras y sus casas pintadas con zócalos multicolores. Y cada fin de semana se ve invadido de turistas, como no pasaba en los tiempos en los que él podía ver, pues azotada por la violencia entre guerrilla y paramilitares, su pueblo y la región del Oriente eran poco visitados.
Rubén no se ha echado a morir. Ha sacado lo mejor de su alma para "ver" la vida de la mejor forma. Sólo que no olvida el momento cuando el mundo se borró de su mirada y la razón por la que perdió el don que algunos consideran más preciado: la vista.
-Todo por culpa de la pólvora. Yo era vendedor de mostrador y llegó un señor a ofrecernos, la puso encima de la vitrina y eso estalló-.
El impacto fue tan grande, que se sintió como si hubiera estallado dinamita. Rubén recuerda que el dolor fue intenso y lo ronda una imagen:
-Supe ahí mismo que iba a quedar ciego, porque los ojos se me derramaron. Me llevaron a Medellín, me sacaron un ojo y me dejaron el otro con un trasplante de córnea. Pero el cuerpo la rechazó-.
El ciego y el mocho
Aunque este guatapeño no maldice nada, sí deja un mensaje a quienes creen que con la pólvora se puede jugar. Él, que en la juventud lanzó chorrillos, estalló papeletas y quemó totes "porque eso era divertido", ahora "ve" las cosas con otro cristal, el del dolor, pues le falta un sentido vital y eso golpea.
-La pólvora es dañina, un cáncer. Yo era alegre, de charlar con todo el mundo, y ya ni puedo salir solo-.
Lo hace con una especie de lazarillo, Alfonso Jaramillo, quien llegó a comprarle una casa, se hicieron amigos y ahora son, como dicen ellos mismos, "uña y mugre".
Lo curioso es que Alfonso es amputado de una pierna. La perdió cuando a su carro se le pinchó una llanta.
-Me bajé a repararla, me picó un animal, el pie se me hinchó mucho y resultó que era una culebra, me tuvieron que amputar la pierna-.
A ambos es común verlos: Alfonso, más veterano, en una silla de ruedas, y Rubén, de 42 años, arrastrándolo por el lugar más exuberante de Guatapé, el embalse con sus lanchas y cruceros.
-Yo no puedo moverme solo, si estoy en una calle y sé cuál es, no tengo pierde, pero si una persona me embolata y me da vueltas, no puedo-.
Por eso, cuando sale con Alfonso, Rubén, que tiene esposa y tres hijos, se siente pleno. Muchos dicen que ahí van el ciego y el mocho. Pero lo hacen sin burla, ¡claro!, más bien con admiración por su vitalidad.
Rubén, echado pa'lante y sonriente. Alfonso lleno de poesía, cantándole al Metro, a Guatapé y las montañas.
Algo les falta a cada uno, pero a quien más golpea la discapacidad es a Rubén, pues el accidente fue tan insólito, que ruega a los padres no permitan que sus hijos quemen pólvora.
-La pólvora sólo hace mal. Deja personas ciegas, mochas y con traumas sicológicos si uno no lo supera-.
Es tan triste su caso, que el mejor zócalo de Guatapé está en el zaguán de su casa. Es una pintura de sus tres abuelos que cubre ambos lados del zaguán. El uno arriero, el otro cafetero y el otro comerciante. Él mismo lo mandó pintar para hacerles un homenaje a "esos viejos que quise tanto", dice.
Pero lo hizo pintar cuando ya estaba ciego, como quedó el 9 de noviembre de 2000 cuando un vendedor puso encima del refrigerador un paquete de pólvora.
-Eso fue lo que la activó, el frío, eso la dispara...-.
Rubén, tristemente, no ve el zócalo. Lo presiente en su mente y afirma que tocándolo se lo imagina. Pero en su visión sólo hay oscuridad. La pólvora le quitó la oportunidad de gozar las maravillas del mundo.
Y ahora su mensaje es claro: "No dejen que esto que me pasó a mí les pase a ustedes. Pólvora es dolor, muerte, tristeza, amargura...".
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