Sólo los envidiosos y los miserables se regocijan con el mal ajeno. Admito que los españoles nos hemos ganado a pulso nuestra mala fama por altivos, orgullosos, malencarados y pícaros, y por ello padecemos el rencor de mucha gente, pero atesoramos ciertas virtudes propias de nuestra condición.
Entre las más notables destaca, sobre todas, saber reírnos de nuestras desgracias.
Después de un periplo de diez días por tierras centroamericanas, he comprobado la inquietud que provoca entre la mayoría de compañeros periodistas iberoamericanos con los que me he topado la situación económica que atraviesa España. Tanto es así, que he tenido que armarme un argumentario detallado para responder a todas sus dudas.
Confío en que el Gobierno de Rajoy me rebaje al menos dos puntos la presión fiscal con la que me asfixia sin compasión después de haberle hecho el trabajo al otro lado del charco.
Afortunadamente, conmigo viajaban otros reporteros ingleses, cuyas finanzas no están precisamente para sacar pecho, y también alemanes y franceses, que tampoco pueden tirar cohetes, por mucho que aparenten.
Sin negar la evidencia, que el crédito no fluye, que el personal patrio anda acongojado y que toda una generación está paralizada tratando de menguar con todos los ahorros posibles las elevadas hipotecas que arrastran, hay evidencias palmarias de que España va por la senda adecuada, más que nada porque no hay mal que dure cien años.
Como ya he vivido una crisis similar -es lo que tiene envejecer- cuando en los 90 del pasado siglo rozamos el 25 % de desempleo, con tasas de endeudamiento público brutales e intereses por encima del 12 %, lo que convertía a España “en el país más fácil para hacerse rico”, según dijo el entonces ministro de Economía socialista Carlos Solchaga , sé muy bien que saldremos de esta.
Entonces, todos éramos más cigarras que hormigas.
Hoy, la realidad ha dado la vuelta entera a la fábula y no hacemos más que trabajar, los que podemos, con el rabo entre las piernas ante la incertidumbre del futuro. Esa es la primera señal positiva.
La segunda, que nadie tiene miedo alguno a salir a comerse el mundo si aquí no quedan pastos. Tenemos una generación valiente y bien preparada, fruto de unas universidades públicas notables pese a las carencias. Son miles los chavales que se marchan a trabajar fuera para no andar vegetando por aquí. La experiencia que atesoren es un capital añadido a su regreso.
Pero además está el factor americano. Nuestras multinacionales (españolas por poner una bandera, pues no pertenecen más que a sus accionistas) resisten gracias a sus excelentes resultados en América Latina. Y no dejan de expandirse, para beneficio de quienes han confiado en ellas.
A esto habría que añadir el gran comportamiento del turismo, clave para la economía, pues supone más del 10,2 % del PIB, genera el 11,39 % del empleo y es la mayor fuente de entrada de divisas, necesaria para nivelar la balanza comercial. Este sector clave está registrando buenos comportamientos, con crecimientos sostenidos en la llegada de turistas internacionales.
Tanto, como para que el Gobierno estime que 2012 cerrará con 58,1 millones de visitas, el segundo mejor año tras 2007. Por último, está el tirón del sector exportador. Muy competitivo gracias al abaratamiento del coste laboral, fundamentalmente por la caída de los salarios.
A mi regreso de Centroamérica coincidí en el vuelo con un joven gallego. Un chaval. Venía de montar una conservera en Costa Rica. Era la décima factoría en la que su empresa (una pequeña conservera de Pontevedra) había instalado maquinaria española para el procesado de pescado y mariscos. Las otras nueve se reparten por medio mundo: Nicaragua, Cuba, Perú, Chile, Mozambique, Suráfrica, Indonesia... Me hizo ver la luz. Resucitaremos, Dios mediante.
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