De pómulos pintorreteados y adornado con una cabellera de ángel que le llegaba hasta la cintura, Pedro Andrés Vargas Acevedo supo lo que era despedir, de un tijeretazo, la mujer que llevaba dentro.
-¡Es que usted no viene para una cárcel de locas. Usted llegó fue a una prisión de varones, de hombres de verdad!- le gritaron el día que puso el primer pie en la Cárcel de Bellavista.
Y es que a Pedro -nombre para la reseña judicial, pero Kemberly para sus amigas de Palacé con Perú, donde alquilaba raticos de amor cicatero- le mutilaron, de entrada, los rizos que con tanta maña había moldeado.
Aunque no dejó de sacudir las caderas como un pavo real y de taconear sobre las baldosas como en una pasarela, Kemberly sacó algo de ese macho que tenía extraviado y se defendió: -¡Pero cómo me van a cortar el pelo si es que yo soy una travesti bella, regia!, ¿es que no entienden?-, gritó.
Como se resistía, Pedro fue esposado de pies y manos. Primero le rebanaron los crespos con tijera porque la máquina se atrancaba. Luego, la barbera se deslizó por el cráneo hasta que lo dejaron como un soldado. "¡No, Dios mío bendito, pero por queeeé!, ¡pero por queeeeé tuve que caer en este hueco!", rugía y lloraba como una Magdalena, mientras los tajos de pelo caían impunemente.
Así comenzaron no sólo 41 meses de presidio, sino la lucha de Pedro por sustituir aquel varón postizo que veía delante del espejo, por aquella chica que su papá ya había aceptado como tercera hija y a la que le compraba bikinis y labiales, sin sumirse en introspecciones morales.
Pero, ¿por qué Kemberly y no Sandra o María? Ese nombre -dice Pedro- se lo puso en la calle una matrona travesti, de acento caribeño, cuando lo vio por primera vez.
-Pero estás muy chusca, muy bonita, ¿cómo te llamas?- preguntó la "Costeña".
-Ah, ¿sí? Yo me llamo Triny- contestó Pedro.
-No. Usted de ahora en adelante se va a llamar kemberly- anunció la "Costeña", en tono autoritario y entonces sacó una cuchilla y "ñannn", la marcó en el brazo.
Kemberly reclamó furiosa y la "Costeña" solo atinó a decir: "Ya quedaste bautizada, ninguna más me la puede tocar a usted, ¡ninguna más!".
La cárcel es para varones
La porción de piso pelado de donde Kemberly se levantó esta mañana mide un metro por 50 centímetros. Le dicen el pasillo "La USA" y está en el patio octavo, a nueve puertas y nueve candados de la libertad.
Para llegar hasta allí bastaría con dejarse sorprender con cinco papeletas de bazuco y no presentarse ante el juez por una mala recomendación de un abogado. Así le pasó a William Montoya, un hombre que fue condenado a 64 meses de prisión y que ahora pide conmiseración.
Antes de poder escuchar el rechinar de los cerrojos, lo primero que ve un nuevo huésped de Bellavista, cuando se baja de la "Bolita" -como llaman al vehículo del Inpec- es una puerta con detector de metales, como los que utilizan en los bancos. Es la primera entrada al penal y, en consecuencia, el primer paso en dirección al infierno o al paraíso, depende como se mire.
Cuando uno nunca ha cometido un delito y aterriza en esta cárcel, cuando ya es consciente de que le están untando los dedos cuatro veces de tinta, lo que quiere decir que se va a quedar; cuando uno ya ve cómo caen sus ropas hasta quedar en calzoncillos porque los guardianes deben hurgar por drogas o por armas en su cuerpo; eso, mejor dicho, esa sensación, "debe ser como la de llegar al infierno", razona un preso que está a la espera de un traslado.
Luego de las primeras requisas, los internos, generalmente nerviosos y hasta lagrimeando si son primerizos, ascienden cuarenta pasos por una rampa encerrada hasta llegar a un calabozo lóbrego que no tiene camas. Si son capturados en la madrugada, allá pasan la primera noche.
A partir del 6 de septiembre de 2007 y a causa de sus inocultables ademanes de muñeca, Kemberly se sumergió en la semana más adversa que haya tenido dentro del penal.
"Cuando bajaba al Bongo (o el rancho) el que no me pegaba con la coca, me daba el puño, el que no me pegaba el puño me ponía la zancadilla y entonces caía y todos pasaban por encima. Lo que más me dolió fueron los cocazos", se acuerda.
Cada rato veían a Pedro salir rumbo a Sanidad para pedir una inyección que aliviara los chichones. Ya cuando está a punto de recobrar su libertad, Kemberly abre como paraguas esos ojos que sombrea con azul brillante, para decir que cuando se sentaba a almorzar le llovían papas, yucas y zanahorias.
"Querida, hubiera podido recoger en un bulto la comida del mes. Lo más horrible era cuando caían papayas porque me dejaban la ropa de botar", reclama con una voz que le sale turbia, como la de un locutor de radio.
Es lo que se llama el "paseo", dice Luz Marina Acevedo, asesora en Derechos Humanos de la Personería de Medellín. "Lo que pasa es que en el interior hay una política y es que toda persona que tenga una orientación sexual por otro lado, lo enseñan a ser hombre, a muchos los violan y los someten a condiciones infrahumanas", dice.
Eso depende también de qué tan "open mind" sea el cacique que reine tras las rejas, repone Wálter Alonso Tejada, también funcionario de esa entidad y encargado de la población Lgtb encarcelada (Lesbianas, gay, travestis y bisexuales). En el patio cuarto, por ejemplo, son mucho más tolerantes con eso de la pestañina y el rubor.
Pero la homofobia no es una práctica exclusiva de Bellavista. El año pasado, la Comisión de Derechos Humanos del Senado de la República orientó una investigación que dejó en evidencia que en prisiones de alta seguridad hay gays que son obligados a devolverse arrepentidos para el "clóset".
"Preguntamos por un interno gay que sabíamos que estaba en la Cárcel de Máxima Seguridad, en Cómbita, y el director nos contestó, literalmente, que no, que no había ningún homosexual, que allá todos eran machos, machitos", cuenta el abogado Mauricio Noguera Rojas, de la organización Colombia Diversa.
Es el mismo precio que tienen que pagar las mujeres lesbianas. El profesor de la Universidad de Antioquia y activista gay, Hernando Muñoz Sánchez, constató la semana pasada que en la Cárcel de Valledupar a las chicas no les permiten llevar crestas moldeadas con gel, pues las haría ver como caballeros.
La novela de Shirley Yuyeimi
Jorge Hernando Taborda Castañeda tiene una herida en el corazón. No es por despecho. Es una cicatriz que dejó el paso de un puñal que lo sumergió dos días en estado de coma.
A Bellavista entró a los 18 años de edad, justamente por haberle pagado con la misma moneda a su agresor. Sin embargo, su delito se fue más allá de las lesiones personales y se tradujo, en el transcurrir de una noche negra, en homicidio agravado y hurto calificado.
Del autor del crimen las autoridades no tenían ni la más mínima sospecha. Sólo hasta que apareció en escena una mujer que participó como cómplice de Jorge Hernando. Resulta que con 1.500.000 pesos, plata que le robaron al finado, la muchacha compró ropa, se tiñó el pelo y se fue a beber a una discoteca. Ya cuando las botellas de aguardiente habían nublado su mente, habló, ¡contó todo!
Como consecuencia de esa zafada de boca, Jorge Hernando fue capturado el 25 de febrero de 2009, en Andes, Antioquia, mientras cocinaba tajadas en su casa.
Jorge Hernando o mejor Shirley Yuyeimi -porque así fue bautizada por unanimidad en el patio- ahora tiene 19 años y, si le va bien y logra olvidarse de esa película de terror de la que fue protagonista, sale de 29.
Su cama son siete baldosas de largo, por dos de ancho, en el baño de "La USA". "De ahí no puedo pasarme pa'allá ni pa'acá. La encerrada es a las 8:00 p.m. Entonces comienza uno a secar el baño y todo el mundo es entrando a orinar o a dormir porque, o sea, hay gente que se acuesta pegada al sanitario".
Quien quiera dormir en celda -comenta Kemberly mientras acaricia sus adorados crespos con el dedo-, debe pagar 25 mil pesos semanales. Si desea comprarla, el valor asciende a 1 millón de pesos, a veces 2. Es una transacción que llevan a cabo, por fuera de prisión, las familias de quienes suscriben soterradamente el acuerdo.
Bellavista es la cárcel más hacinada del país. "La Modelo es estrato 18 al lado de esto", reconoce un funcionario del Inpec. El último registro daba cuenta de 6.089 internos, cuando su capacidad es para 2.213. Casi nadie lo sabe, pero la súper población es comparable incluso con la famosa y demolida prisión de Carandirú, en Sao Pablo, Brasil, que llegó a albergar a 7.000 presos.
Solo en el patio cuarto hay 1.400 reclusos, según las cuentas de la Personería. En la mitad, se extiende una cancha de básquetbol y una fuente de agua circular. El piso está forrado de colchones, ropa, toallas y zapatos, a la espera de secarse. Una imagen que se mezcla con el olor a marihuana y el sudor que expelen los dueños de las prendas.
Las horas se pasan entre el bareto, el tinto, el cigarrillito, el fútbol, las lecturas de los salmos y las sesudas partidas de parqués, que, como si fuera un chiste, siempre terminan con alguien en la cárcel y frustrado.
El desayuno comienza a las 5:00 de la mañana, el almuerzo a las 9:00 y la cena a la 1 ó 2 de la tarde. Una práctica que se sale de todo balance alimenticio, denuncia Iván Darío Gutiérrez, director de la Corporación Pro Internos y Sus familias de Colombia (Corpifanco).
El viento que se pasea por el laberíntico camino que circunda el rancho, a la hora del almuerzo -denso y fermentado- hoy viene cargado de un intenso tufo a pollo sudado con arroz. "Es un olor a cárcel que va impregnándose en la ropa", diría Alonso Salazar en las páginas de No nacimos pa'semilla.
El personero de Medellín, Jairo Herrán Vargas, ha puesto al descubierto, no una sino varias veces, la precariedad de los alimentos que ingieren los presos de Bellavista. Aunque las cosas mejoran por temporadas, sus investigaciones hablan de carne en descomposición y frutas pútridas.
Shirley Yuyeime es de los pocos maricas a los que le respetan sus paradas sensuales y gatunas, pues en medio de todo, es más macho que cualquiera. "Muchos evitan tropezar con una porque como una maneja lo que es la Minora", refunfuña. Shirley confiesa sin empacho que carga debajo del paladar una cuchilla con la que ya se acostumbró a comer. "Por precaución, porque una nunca sabe", dice.
La presencia de armas dentro del establecimiento no es un secreto para nadie. El pasado 13 de marzo, y por una minucia, inició en el patio octavo una refriega que dejó 26 internos lesionados. Dos de ellos presentaron heridas por disparos. "A un interno no le han sacado la bala de la pierna", dijo Iván Darío Gutiérrez el miércoles pasado.
Los resultados de la redada que ejecutara después el Inpec hablan por sí solos: dos pistolas y tres revólveres, dos granadas de fragmentación, 202 cartuchos, 81 celulares, 197 armas de fabricación carcelaria, 53 Simcard, 4.519 gramos de cocaína, 4.965 gramos de marihuana, 1.355.000 pesos en efectivo.
Juan tiene novio, un macho
Juan Diego López, 37 años de edad, conocido como la Juana. Su delito fue haber comprado 100 papeletas de bazuco que pensaba consumir -durante viernes, sábado y domingo- con un amigo en la intimidad.
Juana está lejos de tener un aspecto de truhán. Gesticula, levanta la ceja y deja salir un cierto halo de desengaño cuando reconoce que sí hay algo positivo detrás de las paredes de Bellavista: haber dejado de tener un contacto desenfrenado con la droga.
"Mi problema no es el de tener un perfil criminal, es más de adicción a las drogas. Ese ha sido el muro que no ha dejado que mi espíritu se libere totalmente. He compartido más con la droga que con la literatura. He compartido más con la droga que con mi familia, tristemente", se duele Juana.
En la calle, Kemberly también se consumía un tarro y medio de pegante diario y, desde que entró a la cárcel, se declara libre de los psicoactivos.
Como casi todos los homosexuales que están tras las rejas, Juana se consiguió un novio que, por desatinado que parezca, es visto como un "macho" declarado. "Siempre me miraba y yo pensé, ese brillo en los ojos me dice algo. Entonces un día compré un café y unos panes y me senté al lado de él. Él era muy nervioso, pero... ahí comenzó todo", habla Juana.
Por su lado, Kemberly dice haber tenido un amante que incluso era visitado, domingo a domingo, por su legítima esposa. Pese a que el hombre ya está en libertad, Kemberly dice que aún están juntos. "Casi diario llama a mi casa a preguntar: ¿ya salió mi mujer?".
Si no fuera porque Juana tiene las cejas depiladas, no se sabría, a simple vista, de sus preferencias sexuales. Como no tiene a nadie que lo visite, se la rebusca lavando ropas ajenas. No es dinero contante y sonante (300 pesos por prenda), sino que le pagan con cuadros de jabón para el cuerpo, con tinto y cigarrillos. "¡Somos lavanderas profesionales, mija!", interviene Shirley Yuyeimi.
Juana sueña con que a la biblioteca lleguen mejores libros. Ya leyó Rayuela , de Cortázar; Ficciones , de Borges; La sombra del viento , de Carlos Ruiz Zafón; ciertos textos de Alejandra Pizarnik y algo más de Ernesto Sábato.
Shirley ambiciona ser chef profesional y Kemberly, quien para la publicación de este artículo ya debe estar respirando las calles de Medellín, fantasea con ponerse prótesis en los senos y respingarse la nariz.
Mientras hablan de sueños, Juana se queda mirando hacia los barrotes que, una vez terminada esta conversación, debe volver a cruzar. En la misma situación de Juana, en sus mismos zapatos, pero en un infierno amurallado distinto como lo era la Cárcel de La Ladera, Gonzalo Arango hubiese dicho: "Si alguien me hubiera preguntado cuál era mi mayor deseo, le habría dicho que ser un pájaro. Tal era mi amor por aquellos cielos y mi nostalgia de libertad".
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