“Asocio para bien o para mal mi matrimonio con la muerte de mi padre, en el tiempo”. Esta frase desata el monólogo del personaje sin nombre que nos habla de su primer amor. Así podría decir que, asocio para bien o para mal mi fascinación por la obra de Beckett con esta pieza: Aquella única vez en que vi a Luis Miguel Climent del Teatro Fronterizo, interpretarla. Había una cuerda que sostenía una campana y un cartelito que rezaba: “para que actúe tire de la cuerda”. El actor permanecía impasible mirando dentro de su sombrero bombín -el clásico sombrero de Vladimir y Estragón, los personajes de Esperando a Godot-, una suerte de clochart al lado de un cúmulo de basura, desperdicios. Esto era todo. El actor solo frente al mundo, frente a sus recuerdos, frente al público. Sólo había de esperarse a que alguien del público se impacientara y halara de la cuerda para dar paso a la acción. Cada tanto el actor paraba en su gesto de mirar el sombrero y de nuevo esperaba que alguno tirara de la cuerda e hiciera sonar la campanilla, para reiniciar la andanza por los vericuetos de su memoria. Añoré que alguien del medio se atreviera a llevarlo a escena.
Hará cosa de dos años que Joe Broderick se arriesgó a hacerlo. En su puesta en voz, Joe despoja la escena de estos elementos. Ahora sí de veras el actor solo frente al mundo, frente a sus recuerdos, frente al público, quién es su interlocutor y le hace cómplice de sus vivencias. De forma natural, el recuerdo de la muerte de su padre le permite descorrer los velos que encubren su relación amorosa, metáfora literal de la muerte del amor, de cómo éste (in)surge casi de golpe, súbito, en el primer arrobamiento de las miradas. Luego al lanzar el dardo en el cementerio, entre tumbas y epitafios, casi con la periodicidad de la rutina, la pareja de marginales se va acercando, se va acechando, juntos se van matando el uno al otro lentamente, como en el poema de Jaime Sabines.
Del ejercicio del actor, sin afeites ni trampas, sin entramado escenográfico, sin otro diferente del público a quien participar de su comunión, casi de forma coloquial se va tejiendo esta amarga crónica de pobres amantes, el relato de aquel primer amor que deja su impronta para siempre y traza su sino solitario. El tono de la voz, la tesitura cantarina de su acento extranjero (australiano-irlandés) matizado con cadencia de viejo oferente de la palabra poética (heredero de Seamus Heaney, el Nobel de literatura), le sirven a este actor que frisa los ochenta, para acercarse a una interpretación fresca, al natural, con la fina ironía de quien se asume en su propia condición, sin imposturas.
El actor, persona y personaje haciéndose en escena, haciéndose en acto. Desnudando su alma, su yo interior, vaciado de egos y de vanidad, alcanza lo sublime, su dolor, la condición humana con sus pequeñas mezquindades cotidianas, fiel espejo que nos enrostra y devela lo que ocultar queremos, nuestra incapacidad para el amor.
Este anhelado reencuentro con Primer Amor, en la sala del Pequeño Teatro, nos deja de nuevo el amargor de aquel beso del adiós, lacera igual que el abrazo de la partida. Piel y corazón ha dejado este hombre en las tablas. Quien lo dirige, Manuel Orjuela, sabe decantar su voz interior, para bruñir el diamante lumínico de su yo más íntimo.