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REVOLUCIÓN EN CHINA

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29 de septiembre de 2014
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Confucio, el gran filósofo chino, lo advirtió hace siglos. "Es más fácil apoderarse del comandante en jefe de un ejército que despojar a un miserable de su libertad", dijo una tarde a sus discípulos entre el trinar de los pájaros y el navegar de las flores de loto. Si Confucio viviera hoy, estaría a buen seguro inhalando gases lacrimógenos en las calles de Hong Kong. Luchando junto a miles de jóvenes por un cachito de libertad. Exigiendo tan solo un retal de democracia para poder elegir en las urnas a los regidores de esta próspera ciudad autónoma.

China transita inexorablemente hacia el fin de la dictadura. El mayor desafío en favor de la democracia que ha vivido el gigante asiático en 25 años alcanzó el pasado fin de semana su momento de mayor tensión. La policía de Hong Kong, con uniforme de asalto, lanzó gas lacrimógeno, gas pimienta y disparó balas de goma contra los millares de manifestantes que paralizaban el centro del territorio autónomo para exigir elecciones completamente libres. Los movimientos estudiantiles, en huelga desde hace una semana, lideran las protestas. Sus únicas armas: la razón y sus celulares de última generación, provistos de todas las herramientas necesarias para transmitir al mundo la batalla al instante y sin filtro alguno.

Hong Kong está regido desde 1997 por el principio "un país, dos sistemas" que le otorga libertades inexistentes en la China continental. Pekín se comprometió a permitir a partir de 2017 que las elecciones para nombrar jefe del gobierno de la excolonia se celebren bajo sufragio universal. Un pequeño paso plagado de condiciones que resulta insuficiente para los hongkoneses. El pasado 29 de agosto el régimen de Pekín presentó su reforma electoral que impone que cualquier candidato tendrá que contar con su beneplácito previo. Los aspirantes serán propuestos por un comité de 1.200 miembros, formado en su mayor parte por personalidades vinculadas a la dictadura. Una completa negación de las aspiraciones del movimiento prodemocracia.

Las pretensiones de los hongkoneses se ciñen a su propia ciudad, pero en Pekín temen el efecto contagio a otras regiones de un país que, por sus propias dimensiones, es más heterogéneo que cualquier otro. La dictadura trata de evitar una "Primavera Árabe" latente desde hace tiempo.

Decía antes que el proceso democrático en China es imparable. Primero, porque cuando las aspiraciones materiales están más que satisfechas, solo queda ganar la libertad. En 2005 solo había dos ciudadanos chinos que podían llamarse milmillonarios. Este año, según la revista Forbes, ya son nada menos que 168. En esa larga lista entran 87 nombres nuevos y hay 22 más que en 2011, año en el que se marcó el anterior máximo. Credit Suisse estima que, a nivel global, el 6 % de las personas que atesoran más de 38,5 millones de euros (50 millones de dólares) ya son chinos.

Cerca del 10 % de los 1.350 millones de chinos integran la clase media. ¿Son suficientes para cambiar el mapa político? Quizá aún no, pero en 2020 el 40 % de China estará integrada por la clase media más numerosa del mundo.

La segunda premisa por la que la transición es inevitable es completamente opuesta y tiene que ver con la fractura social que genera este vertiginoso desarrollo. La ONU cifra en el 13 % el porcentaje de la población del gigante que sigue viviendo con apenas 1,25 dólares diarios. Cien millones de chinos son literalmente pobres, de acuerdo a la renta per cápita del país. El engranaje de la gran fábrica del mundo está a punto de colapsar porque demasiados chinos trabajan como esclavos para enriquecer al resto. Además, buena parte de la riqueza acumulada por los billonarios chinos procede de la rampante corrupción innata en cualquier sistema donde los controles están en manos de unos pocos.

Mientras los tarados yihadistas del Estado Islámico prohíben los tacones y el maquillaje a las mujeres, las chinas crecen los centímetros de sus peeptoes y devoran cosméticos de gama alta. Hay cambios que son irreversibles. Hasta en la China.

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