Hace apenas un año, la noticia sobre el acuerdo de cooperación militar entre Colombia y los Estados Unidos llevó a que Hugo Chávez advirtiera sobre los "vientos de guerra" en la región. Otros gobiernos suramericanos, en particular Brasil, también reaccionaron con rabia.
Sin embargo, este acuerdo hoy, bloqueado la semana pasada con una votación 6 a 3 en la Corte Constitucional colombiana, parece casi un vestigio de una era pasada, cuando George Bush y Álvaro Uribe eran los encargados. El panorama político ha cambiado.
Por cierto el acuerdo está apoyado por los gobiernos de Barack Obama y Juan Manuel Santos. Al fin y al cabo el acuerdo (que permite a EE. UU. acceso y uso de siete bases militares colombianas por un periodo de diez años para ayudar a combatir el narcotráfico y la insurgencia en Colombia) fue firmado en octubre de 2009, cuando Obama ya era presidente, y Santos, Mindefensa.
El gran cambio es que Obama y Santos asignan menos prioridad que sus antecesores a los pactos que, en el intento de protegerse contra agresiones externas, buscan asegurar la relación bilateral en materia de seguridad. Ambos presidentes son más pragmáticos y menos ideológicos que Bush y Uribe. Sus estilos de liderazgo están más inclinados hacia la consulta y la diplomacia. Son más sensibles ante la opinión pública.
Por esa razón es poco probable que el mismo tipo de acuerdo se busque hoy, sobre todo con Santos tratando de calmar las aguas con los vecinos de Colombia. Aunque la cooperación bilateral en materia de seguridad es mutuamente beneficiosa, aún no es claro si el nuevo acuerdo era necesario para cualquiera de las dos naciones. Habría sido posible, y más sabio, simplemente darle una extensión a los arreglos ya en vigencia.
La administración de Obama, que heredó del equipo de Bush las negociaciones ya avanzadas, podría haber manejado el asunto con mayor efectividad en dos sentidos. Primero, debió haber revisado los méritos de la medida, analizar sus implicaciones estratégicas y políticas, y decidir si un acuerdo de este tipo se justificaba.
Segundo, si la decisión era seguir adelante, EE.UU. debió sentar las bases diplomáticas en los niveles políticos más altos de la región explicando en detalle de qué se trata el acuerdo y por qué era importante.
Como Brasil había lanzado Unasur y el Consejo Suramericano de Defensa apenas el año anterior, era de particular importancia el haber consultado extensamente con el poder regional de Suramérica.
En un año en el que otros asuntos, Irán y Honduras, por ejemplo, complicaron las relaciones entre Brasil y Estados Unidos, el no haberlo hecho resultó ser costoso.
La decisión de la Corte (que tal como lo reveló el fallo en febrero sobre la segunda reelección de Uribe expresa la independencia de las instituciones democráticas de Colombia) significa que la administración Santos tendrá que decidir la mejor manera a proceder. Puede someter el acuerdo al Congreso, modificarlo, o simplemente operar basándose en el existente. De una u otra forma, la Corte le ha dado a Santos la oportunidad de demostrar sus prioridades en materia de políticas, competencia y estilo propio. De manera similar le ha dado a Obama, con un equipo latinoamericano ahora establecido de lleno, una oportunidad para manejar este asunto con mayor habilidad y sensatez que en 2009.
En Washington y Bogotá no hay deseos de reavivar esa desafortunada controversia que había empezado a calmarse en los últimos meses. El enfoque de la administración Santos hacia la reducción de tensiones con Caracas invita a una aproximación más moderada, aunque firme, en el manejo de las relaciones con sus vecinos. Esa iniciativa diplomática ha marcado el comienzo de una nueva era, una que Washington debe entender y adoptar.
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