Decía el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, en diciembre de 2009, al recoger en Oslo el Premio Nobel de la Paz, que "debemos comenzar por reconocer el difícil hecho de que no erradicaremos el conflicto violento en nuestra época. Habrá ocasiones en las que las naciones, actuando individual o conjuntamente, concluirán que el uso de la fuerza no sólo es necesario sino también justificado moralmente".
Pues bien, una vez más, el presidente de la potencia militar más relevante y más decisoria del planeta es el que entrará a definir la línea de acción armada contra un país que colmó la paciencia de la comunidad internacional con toda clase de violaciones al derecho internacional: Siria.
Mejor dicho: al régimen de Bashar Al Assad, heredero de otro dictador sangriento que reprimió con sevicia a sectores enteros de su pueblo.
La guerra civil en Siria desde hace meses se agudiza por toda clase de factores complejos, desde los políticos, religiosos hasta los étnicos. Y ha tenido como espectadora deliberante, pero impotente, a una comunidad internacional dividida, pendiente hasta última hora de imposibles consensos en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
En tal Consejo de Seguridad, ni Rusia ni China, Estados con capacidad de veto, han aceptado aprobar una intervención militar en Siria.
Se aprieta nuevamente la legalidad internacional, al tener que asumir algunos Estados, sin aval del Consejo de Seguridad, la tarea de atacar militarmente al régimen opresor del que se ha comprobado, según esas mismas potencias, la utilización de armas químicas contra su propia población.
Para Estados Unidos, acompañado del Reino Unido y, esta vez, por Francia, ha llegado la hora de la justificación moral de intervenir por la fuerza. La diplomacia está agotada, y su labor última más destacable fue haber logrado que la dictadura de Al Assad aceptara que inspectores de la ONU verificaran en el terreno el uso de armas químicas. Abaleados por francotiradores, los inspectores deberán, en la medida de lo posible, trabajar en terreno hostil y con pocas garantías de seguridad.
¿Logrará la intervención militar parar la guerra civil en Siria? ¿Mejorarán las condiciones de vida de sus sufridos habitantes? ¿Se ha apredido de la penosa experiencia en Irak? ¿Se han calculado los "efectos colaterales"?
No se conoce aún la magnitud de la intervención. Se sabe que es inminente, incluso para hoy mismo, pero bajo modalidades diferentes a las usadas en Irak y en Libia. Las potencias saben que el arsenal del régimen sirio -suministrado, entre otros, por Rusia- tiene baterías antiaéreas que harían muy difícil una incursión con aviación aliada.
Por eso, los expertos militares prevén un ataque desde el exterior -seguramente desde portaaviones- destinado más a destruir instalaciones militares del régimen, que a derrocarlo. En caso de éxito de la operación, Bashar Al Assad quedará en una posición de debilidad tal que no tendrá más remedio que aceptar condiciones para el cese de la guerra civil y garantías de protección a la población.
Es de esperar, a lo mejor con ingenuo optimismo, que esa población civil inerme no sufra aún más de lo que ha padecido hasta hoy. El costo que ha asumido supera los límites humanamente imaginables, y es, en efecto, un imperativo moral hacer algo por recuperar para ella, en lo posible, los principios de humanidad y dignidad.
Pico y Placa Medellín
viernes
0 y 6
0 y 6
