Después de hablar con hermanos y amigos de Tomás González y hasta con él mismo, y de leer lo que se ha contado sobre este escritor, quedan varias palabras flotando en el aire intentando definirlo: tímido, reservado, callado, espiritual y pesimista.
Pero como definir es limitar, según las enseñanzas de su tío Fernando, solo digamos que esos adjetivos son pinceladas a mano alzada, que apenas sí ayudan a hablar de este hombre nacido en Medellín el 18 de marzo de 1950 -dato que no pasa de ser otro brochazo-.
Rosario, quien con Patricia son las únicas de sus cuatro hermanas que quedan vivas, dice que es un ser de la quietud, desde tiempos muy idos, cuando él, un muchacho de siete años, llegó con su familia a Envigado, procedente de Medellín, para ocupar San Cayetano, una finquita situada junto a Otraparte.
Ella no lo dice así, de manera tan simple. Recuerda que jugaba fútbol con amigos del barrio y siempre lo hacía de arquero porque “él era dado a la quietud”. El autor de La historia de Horacio, al escuchar tal cosa, añade: “sí, cuando el equipo es bueno, el arquero se puede hasta sentar”.
Alberto, el único de los tres hermanos hombres de Tomás que queda vivo, cuenta: “desde niño, Tomás ha sido tímido y reservado”.
César Pagano, hombre de radio y estudioso de músicas del Caribe, recuerda al sobrino del filósofo envigadeño, cuando este trabajaba en El Goce Pagano, en Bogotá, atendiendo el bar y las mesas. Con su novela Primero estaba el mar, relato de la violenta muerte de su hermano Juan Emiliano, en Urabá, “inauguramos las publicaciones denominadas Los Papeles del Goce”. Pagano lo tiene por buen conversador, no por locuaz, sino porque “solía puyar con preguntas inteligentes y escuchar atento a sus interlocutores”. En ese tiempo, 1979-1980, él era mal bailador; en cambio su novia, Dora, era gran bailarina, amante del swing y el optimismo. -Y agrega-: “No he vuelto a verlo, pero supe que está viviendo en un pueblo cercano a Bogotá y sigue con su pesimismo frente al mundo”.
Cachipay
Ese pueblo cercano a Bogotá es Cachipay. Allá llegó, luego de una larga errancia por París, Nueva York y otras ciudades, las cuales parecen contradecir la quietud de la que todos hablan, incluso él. Pero no, él explica que si ha viajado tanto “ha sido arrastrado por la vida; no por la pasión de viajar. Yo lo que buscaba era trabajar para permitirme escribir”. Arrastrado por la vida es también por lo que ha trabajado como alineador de ruedas de bicicleta, traductor, cultivador de champiñones y ahora profesor de la maestría de Escritura creativa de la Universidad Nacional.
De Cachipay lo atrajo, como un imán, la existencia de un centro de budismo zen, disciplina que practica desde hace tiempos.
Leonel Díaz, amigo de Tomás -y de Juan Emiliano- desde la adolescencia, dice que en el budismo zen no hay profesiones ni oficios más importantes que otros; lo que busca es evitar la vanidad y el egocentrismo.
Y así, hablando de su vida cercana a los dos hermanos González, evoca: “una vez, en la heladería Otraparte, del parque de Envigado, se desató una pelea. Unos muchachos se daban trompadas y una multitud curiosa acudió a verlos. Eran nada menos que Tomás González, Jaime Ardila y Roberto Restrepo, compañeros de estudio en el colegio La Salle. Los golpes de puños contra las mejillas eran sonoros. La cosa parecía seria... Qué va, era broma: ellos producían esos sonidos haciendo chocar las palmas de las manos”, como en las peleas de las películas. “En ese tiempo, nadie sabía que él iba a ser escritor: nunca le conocimos ni un poema. Un día, nos enteramos de que estaba estudiando juiciosamente el Canto general de Neruda. Eso sí sabíamos: que Tomás era lector”.
En Cachipay, Tomás lleva una vida sencilla, cuenta. Practica la espiritualidad del budismo zen y lleva una rutina férrea. Medita, escribe por lo menos cinco horas diarias, lee, sale a caminar por la vereda, arregla el jardín lo poco que le deja hacer el mayordomo.
“A medida que van aumentando los años -comenta-, la muerte deja de ser una cosa abstracta y se convierte en un hecho cada vez más cercano. Hay asombro de existir y de dejar de existir. Eso es el misticismo. Es descubrir que se está más cerca del origen del mundo”.
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