Hace un par de semanas fui a Bogotá a renovar mi visa para los Estados Unidos y, aunque me la concedieron, juré que jamás volvería a someterme a una experiencia como esa. Todo era nuevo para mí, dado que para la anterior renovación alcancé a enviar mi pasaporte.
Leyendo otras experiencias publicadas sobre estos trámites para la obtención de visas, pienso que los colombianos merecemos un mejor trato en las embajadas y consulados.
En el caso de la Embajada americana, al que me quiero referir, debería comenzar por disponer de personal que hable español en los centros donde asignan las citas. No hay derecho a que uno tenga que comprar un PIN para poder llamar y conteste alguien con un acento tan horrible que, por momentos, es imposible descifrar lo que dice.
Luego de asignarme día y hora, me dictó un número de folio larguísimo, la dirección en internet para bajar los formularios (desactualizados), y las fotocopias que necesitaba.
Para no alargar mucho el cuento con las peripecias de los formularios en los que, dicho sea de paso, si no es con la ayuda de un tramitador de agencia de viajes es imposible llenar, (preguntan hasta la tribu o clan a la que uno pertenece), paso a contarte mi experiencia en la Embajada.
Por recomendación de mucha gente (incluido el señor que me dio la cita), llegué casi dos horas antes de la hora que me habían asignado, 8:00 a.m. Para mi sorpresa, encontré una fila de más de dos cuadras. Después de casi dos horas de estar allí en la calle y, gracias a Dios bajo un sol canicular, pasaron unas señoritas ataviadas con unas chaquetas azules con escudo de los Estados Unidos, revisando que todos tuviésemos la documentación en regla.
El trato denigrante al que se ve uno sometido empieza a ser muy evidente cuando las mencionadas señoritas, sintiéndose superiores al portar dicho uniforme, hacen toda clase de garabatos y tachones en los formularios. Si se les pregunta algo, contestan de mala gana. Delante de mí se encontraban tres hermanas manizalitas, quienes tenían planeado ir a conocer ese país. Cuando les estaban revisando los documentos, a una de ellas, la señorita le hizo una anotación en el formulario, con tal brusquedad que le tiró todo los papeles al suelo.
Al recogerlos, obviamente, estaban todos revueltos entonces, con toda la desfachatez del caso, le dijo que como no tenía los papeles en orden, se fuera para el final de la fila. Yo no podía dar crédito de lo que estaba presenciando y haciendo un esfuerzo me quedé callada. Desde ese momento empecé a ver cómo se hacía de evidente el poderío de unos y el servilismo de otros.
Pensé que cuando entrara las cosas iban a mejorar y, al menos, me podría sentar. No fue así, tan pronto como pasé los primeros controles de rayos x, quedé nuevamente en una fila. Desde allí vi otra empleada de la Embajada que, de manera algo improvisada, atendía a un lado gente de la tercera edad y quise saber cuál era la edad para calificar a ese privilegio. Pedí el favor de que me cuidaran el puesto a mis amigas de Manizales (llevábamos ya más de 5 horas conversando), 67 años fue la respuesta que me dieron y confieso que nunca antes había yo lamentado no tener más edad que en ese momento.
Llegué al lugar donde se entregan los documentos y me sentí horrible. Comunicarme por teléfono con alguien que se encuentra a menos de un metro y, a quien no ves porque el vidrio que te separa es tan grueso y oscuro que hace las veces de espejo, es muy desagradable. Amén de eso, el cable del auricular es muy corto y se oye mal, ahora bien, ni qué decir de las condiciones higiénicas de un auricular por el que gritan miles de personas diariamente.
Ya sin pasaporte, ni formularios pero, encartada con una cantidad de papeles que me recomendaron que llevara, intenté encontrar un lugar dónde sentarme a esperar a ser llamada por mi nombre. Sin embargo, la búsqueda fue inútil y tuve que resignarme a recostarme en una columna. En un par de ocasiones alcancé a ver que desocupaban una silla pero, mientras me habría paso entre tanta gente, alguien se me adelantaba.
Una mujer muy joven me ofreció su silla y yo agradecida la acepté. Para esa hora ya el hambre era horroroso (estaba en ayunas) y, aunque al hacer la fila anterior había visto una tienda de café, no fui capaz de renunciar a mi silla ya que no contaba con la ayuda de mis amigas de Manizales a quienes no volví a ver. Mientras las horas pasaban, oía cómo llamaban a todo el mundo menos a mí. Y, si se me ocurre ir al baño ¿qué hago? pensé, entonces, me puse a hacer ejercicios mentales para desechar semejante pensamiento. Además, como una de las personas que llamaba por alto parlante, pronunciaba tan mal los nombres y apellidos, me dediqué a mandar energía positiva para que no me tocara él sino, alguna de las colombianas que también lo hacían. Finalmente dijeron mi nombre y, con algo de dificultad, logré abrirme paso para llegar a la taquilla asignada donde, luego de tomarme huellas de todos los dedos, me asignaron un grupo y me dijeron que me fuera a sentar hasta que llamaran mi grupo.
A todas estas, eran ya las 2:30 p.m. El llamado de los grupos no seguía un orden lógico (al menos para mí), brincaba hacia delante o hacia atrás, no había manera de calcular si tenía tiempo de ir a buscar un cafecito y lo que seguía era, como me habían dicho, la entrevista con el Cónsul.
Cuando estaba ya a punto de desfallecer, llamaron mi grupo. Otra fila, otra taquilla con vidrio (espejo) y teléfono. Me saludó un señor, por el tono de voz, lo digo. ¿Cuándo fue la primera vez que vino a los Estados Unidos? En 1964, le respondí. Bueno María, me dijo, pase entonces a Domesa para que le envíen el pasaporte con su visa, a su ciudad.
-¿Eso es todo Señor? pregunté
- Sí, el siguiente, dijo la voz.
Yo no podía creer que después de todo, la tal entrevista se redujera a una pregunta. En fin, fui a Domesa donde, por variar, había otra fila larga. Le pregunté a uno de los muchachos que hacen indicaciones de cómo llenar los formatos para el envío de pasaportes y me dijo que fuera con él hasta una mesa y con mucha gentileza él lo diligenció.
Cuando terminó, me dijo que ahora tenía que ir a pagar, sin embargo, por la cara de desconsuelo que me vio, me dijo que no tendría que hacer otra vez la fila, que él iría conmigo. Nos acercamos por un lado de la taquilla y él le indicó a una muchacha que encabezaba la fila, que yo iría antes que ella por pertenecer a la tercera edad. Reconozco que nunca antes que me habían dicho vieja, me había sentido tan bien, como en ese momento.
Pagué y me fui. A todas estas eran ya las 3:30 de la tarde.
Nunca supe para qué sirve el tal número de folio ni las fotocopias, ni la hora de la cita.
Tengo la visa en mi poder y tengo también, la certeza de que si dentro de cinco años no han abierto un consulado en Medellín, no renovaré más mi visa. No considero justo que los colombianos que no vivimos en la Capital, tengamos que ir hasta allá a someternos a esa tortura luego de pagar: PIN, consignación (US$ 131), fotocopias, Domesa, tiquetes de avión, hotel, alimentación y transporte.
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