El rastro del caucho derretido se entremezclaba con un chorro de sangre del primer dedo de su pie izquierdo asomado entre el cuero raído por el roce del asfalto con su pierna arrastrada sin fuerza. El dedo está verde y rojo y morado, y le sale un líquido viscoso de una herida que ha tardado en sanar. Tiene la mirada perdida y su cabello, que pudo ser rubio, comienza a tornarse cobrizo, el tono que deja el pasar varios días en la calle sin bañarse.
Dice llamarse María, aunque segundos después afirma no saber su nombre —o no lo recuerda—, pero sí sabe maldecir con palabras incomprensibles la renegrida marca dejada en la acera por sus zapatos desgastados, además de su mala suerte de no tener un solo euro en los bolsillos.
—¿Me regala un euro? Regáleme un euro, ruega María con frases enredadas, como si un espíritu maligno la poseyera, le doblara los manos y le hiciera blanquear los ojos justo antes de un exorcismo. En medio de ese trance, María estira su brazo a cada transeúnte que se atreve a pasar a su lado cubriéndose la nariz para eclipsar el mal olor salido de su boca enmohecida.
María no puede tenerse en pie. Ha dado unos cuántos pasos de la estación del metro Renfe en Villaverde Alto, a la calle del Polígono Marconi, en Madrid, y se detiene a mendigar unas monedas para comprar drogas. Su cuerpo se tambalea como se tambalean los secos árboles que sacuden las pocas hojas secas del otoño que recién termina en España, y su piel, arrugada y envolvente de un costal de huesos vivientes, le suma más años de los que en realidad puede tener. María camina como zombi.
Maria es una zombi de los muchos que se ven deambular por esta calle larga cercada por bodegas empresariales. A diferencia de otras avenidas de Madrid donde los carros pasan raudos, acá la mayoría de vehículos lo hacen despacio hasta llegar al Polígono. Ya en la calle zombi, los conductores frenan, bajan sus ventanillas hasta la mitad, esconden sus rostros tras el cristal y preguntan por un cigarro de marihuana, una papeleta de coca, un poco de hachís. La lentitud de los vehículos se asemeja a una caravana mortuoria, aunque no hay ataúdes, solo muertos vivientes que se ven vagar en busca de drogas.
A parte de los carros, cada mañana una mancha de obreros se dirigen a las naves (bodegas), a las bombas de gasolina o a las fábricas perseguidos por la estela de humo que dejan al fumarse un cigarro, un tabaco o cualquier sustancia comprada a los vendedores vestidos con grandes chaquetas y ropajes negros y lujoso que se esconden entre árboles en esta avenida.
En medio de todo y de todos está María la zombi, la invisible pese a que se le ve caminar con su torso desnudo, mendigando, maldiciendo, señalando con sus manos renegridas los fantasmas en muros que no existen. Muchos de los zombis van y vienen por el Polígono para conseguir las jeringuillas cargadas de heroína por 10 euros; otros pagan un poco más por las pastillas de fentanilo que los hace doblar mientras caminan dándoles el aspecto de muertos vivientes por las calles de una Madrid oculta que poco o nada ocupa las páginas de primera plana.
***
Mucho antes de deambular por las calles del Polígono Marconi, de caer en una red de trata de personas que la exprimieron sexualmente hasta que el cuerpo no le dio más; antes de pavonearse en tacones y calzones en las esquinas pervertidas de Madrid ofreciendo consuelo a los amores furtivos de los hombres que parecen una fiera en celo y pagan 40 euros por 15 minutos de sexo, María era una profesora de escuela en uno de los barrios más pobres de un país del que nunca quiso decir su nombre.
Los que la conocieron en sus años de lucidez, cuando recién llegó a España con la promesa de un empleo mejor al de enseñar en una barriada de casas grises con diminutas ventanas, la recuerdan como una mujer inteligente, amante de la lectura y la buena música. Por lo menos eso dijo a los que la entrevistaron para “el nuevo empleo”, sin sospechar que terminaría en un mundo sórdido que le impediría reconocer la diferencia entre números elementales como el 1 y el 2 que enseñaba a los niños de su escuela cada mañana, ubicada cerca de una barriada conocida como el Callejón de las drogas. Eso es lo poco que recuerda.
Y eso dijo también en la Iglesia Pentecostal a la que empezó a ir días después de llegar al país que le cerró las puertas para la legalidad, pero le abrió los brazos a una vida mísera de sexo y drogas sin control. Solo en Cristo halló consuelo, o más que en Cristo, en la figura de María Magdalena, la mujer que las santas escrituras describen como una prostituta a la que Jesús le tendió la mano para redimirla de lo mundano, y que, como cuenta José Saramago en su obra el Evangelio Según Jesucristo, termina renunciando a su trabajo como prostituta para entregarse y seguir completamente en carne y espíritu al salvador del mundo.
María Magdalena la mujer, María Magdalena la santa, María Magdalena la puta, tres figuras que María, la profesora, interiorizó y llevó consigo durante los primeros años en España en un estado de abnegación que ni ella misma alcanzaba a comprender.
“Ella nos contaba que tenía una familia y que se vino a trabajar para sacarla adelante. A veces llamaba a sus padres y les decía que estaba bien, que pronto les mandaría dinero para que salieran de su país y llegaran a crear una empresa acá en Madrid”, cuenta Teresa, representante de la Iglesia Cristiana a la que acudía María cuando la atacaban las crisis de ansiedad.
A veces, después del culto dominical, se quedaba extasiada en el templo escuchando la música religiosa. Quedaba suspendida, como expiando las culpas ajenas y terminaba empapada en llanto, recuerda la hermana Teresa.
María llegó a España con la promesa de un amor que nunca encontró en su lugar de origen. Su “eterno amor” lo halló en sus pocas horas de internet y el compromiso era quedarse toda la vida juntos. Así llegó a Madrid, convencida de que el hombre gentil que veía de vez en cuando en la pantalla de un computador en alquiler, le daría una estabilidad para salir de su barrio en su mayoría ocupado por gitanos que viven en edificios pobres construidos en los años 80.
Teresa, una mujer menuda, de cabello largo y liso y vestida con una falda larga y una blusa cerrada desde los puños hasta el cuello como si guardara un luto eterno, cuenta que María nunca olvidó los callejones polvorientos de su barriada adornados con antenas parabólicas colgando de los balcones, y hasta extrañaba las bandadas de perros callejeros y las montañas de basuras de cada esquina, puestas ahí como vertederos improvisados.
Los recuerdos llegaban cargados de lágrimas en cada visita. Pero María nunca volvió ni a llamar ni acudir al llamado de Dios en el culto. La paliza que le propinó el proxeneta que la trajo a Madrid con promesas falsas, la alejó de la Iglesia con la amenaza que si volvía a pisar un templo terminaría degollada o muerta. Lo último que supo la hermana Teresa era que este hombre le había quitado el pasaporte y la tiró a las calles con la exigencia de doblegarse en el turno de prostitución.
— Las últimas veces que conversamos, recuerda Teresa, me dijo que tenía que darle hasta el 40% de sus ganancias al que la mandaba para que le devolviera su identificación, pero esto nunca ocurrió. Eso la obligó a acostarse con más clientes.
Con el intercambio de sexo por dinero llegaron las drogas. Para aguantar las maratónicas jornadas de hombres insatisfechos, María empezó a drogarse. Inició con marihuana, después probó la heroína y luego llegaron otras drogas como el hachís y el éxtasis.
Se hundió en el mundo oscuro de los estupefacientes. Consumida por el sexo y las drogas sin control, María, la zombi, ya no le servía más al proxeneta que la llevó a España, así que la dejó a su suerte como se deja una oveja en medio de una manada de lobos. Desdibujada y sin la lucidez que la caracterizaba, terminó deambulando por las calles de Madrid, mendigando un euro para continuar en su mundo de drogas y alucinaciones lejos de las calles de su ciudad natal cuyo nombre resguardó en sus entrañas.
En 2017, dice la religiosa, fueron capturados en una redada de la Policía 11 personas que hacían parte de una red de trata de personas a las que volvían esclavas sexuales. Fueron detenidos por la Policía en Madrid, Marbella, Oviedo y Rumanía. Entre los apresados cayó al que la Policía española señaló como el jefe de la banda: un rumano conocido en el bajo mundo de las drogas y la prostitución con el alias de Becu. Las autoridades lo acusaron de trata de seres humanos, prostitución, delitos contra la libertad, blanqueo de capitales y organización criminal. En la operación policial denominada Balaur, fueron liberadas 9 mujeres a las que Becu las engañó, las enamoró y las trajo a España con la promesa de casarse y darles una vida mejor.
En Marconi señalan a Becu como el responsable de prostituir a María, pero esto no pasa de simples acusaciones o rumores dichos en forma baja en pasajes o callejuelas. El día de la detención de este ciudadano rumano, que llegó a trabajar con otro proxeneta identificado como Ioan Clamparucc, llamado también alias Cabeza de Cerdo (en prisión en España), le incautaron armas, autos lujosos, 11.000 euros y documentos de identidad de mujeres rusas, marroquíes, de República Checa y de Países Bajos.
Pero en lo hallado por los agentes no se encontraron rastros de los documentos de María, de la mujer, de la profesora que obligaron a prostituirse y terminó invisible y caminando como zombi por las calles de Madrid.
Entre chabolas, drogas y zombis
Para llegar al Polígono Marconi hay que viajar hasta la estación de la Renfe en Villaverde Alto. Al descender por unas escaleras eléctricas está la plataforma donde trenes blancos y rojos pasan cada 8 0 10 minutos, y llevan a los habitantes de este barrio de clase media por cada rincón de la ciudad. Es una red férrea cuyos brazos se entrelazan con el metro y otros sistemas de transporte público. Parece una serpiente gigante, de metal, extendida y tomando el sol por las calles de Madrid.
Son las 10 de la mañana y el sofoco tiene extrañados a los españoles que desde octubre empiezan a abrigarse contra el frío que se avecina. Este año se les ve abanicándose mientras esperan los vagones para desplazarse al centro de la ciudad que recién ha despertado, pues a las 6 de la mañana aún es oscuro y los habitantes de Madrid empiezan a desperezarse después de las 8:00 a.m. para iniciar su jornada casi al mediodía.
La estación Villaverde es una marea de personas de acentos distintos. Se ven conversar las mujeres vestidas con burkas y velos. Van mezcladas con ciudadanos chinos pelicortos, con cabellos teñidos de azul y fucsia. Dos hombres vestidos de corbata y camisa manga corta cargan con maletines ejecutivos de cuero, parecen predicadores y van y vienen entre la multitud; y un par niños halan de sus manos a sus padres para buscar en el mejor vagón con la mejor ventanilla. En medio de todos hay un joven sentado en una silla de metal y cemento. Ha visto pasar tres trenes, pero no se afana, espera que en el siguiente llegue la persona a la que debe entregarle un paquete que lleva a medio esconder en su torso.
El joven tiene una mirada perdida con ojos a medio abrir. Al percatarse que desde el otro lado de la plataforma es observado por la guardia del metro, el hombre de tez morena, delgado y vestido con chaqueta de cuero, se para de su asiento y cruza la línea férrea contraria. Escala el muro que lo separa de la calle y antes de saltar hace pistola con su dedo medio a la voz que se atrevió a gritar entre el gentío a gritar que era un camello o vendedor de drogas.
— Fuera, fuera sudaca de mierda, grita con su acento español uno de los hombres de corbata con ropa de predicador, y un coro de voces se le unió y fue creciendo como crece un susurro cuando se canta un gol del Real Madrid en el estadio Santiago Bernabéu, mientras el joven alto y encorvado se pierde entre árboles secos, un campamento y la maleza al otro lado del muro.
El hombre que acaba de escapar de una turba gritona no intuye qué es sudaca. Desconoce que este término empezó a usarse en España a inicios de la década de 1980, cuando una ola de inmigrantes suramericanos tocó las puertas de la Madre Patria para que los recibiera como recibe una madre a su hijo pródigo. Los llamaron inicialmente sudoca, para hablar de los “recién llegados”, pero el vocablo se transformó. Con el paso de los años su significado se degradó y ahora es usado como un insulto, aunque el joven negro, que se esfumó con la velocidad de un rayo, poco o nada entiende de esa palabra porque antes de perderse entre las carpas les gritó un insulto que calló la marea de voces agresivas de la estación.
***
Afuera de la Renfe se pueden ver las carpas, llamadas chabolas por los españoles, donde viven los que venden las drogas a los “muertos vivientes” de la principal ciudad española.
Las chabolas se han aglutinado a lo largo y al lado del riel. Son una mini ciudad multicolor con calles demarcadas por canecas alimentadas con maderas humeantes encendidas la noche anterior en la que los “zombis” se calentaron las manos. Muchos de ellos amanecen encorvados junto a las canecas ardientes y permanecen allí hasta que son expulsados por los camellos vendedores de drogas si no van a consumir más.
La vía de barro seco de esta ciudad de plástico y nylon es un tapete de papelillos brillantes desechados por los adictos después de fumarse hasta los dedos renegridos de sus manos. Quien no sepa lo que pasa en las noches en el Polígono Marconi creería que se celebró una fiesta infantil con ese papel regado que parece confeti de piñata, pero el excremento de los camellos habitantes de estas casas improvisadas con telas y madera muestran la realidad de los vendedores de drogas que defecan sin pudor en la calle y esquivan su propia caca al caminar, incluso de noche; pero los demás, los consumidores envueltos en las borracheras que los conectan con espejismos y fantasmas terminan ensuciándose hasta la propia conciencia.
El olor repugnante de los desechos humanos secados al sol se mezcla con el aroma y el humo de los cigarrillos de marihuana, del bazuco y de otras drogas que se fuman al lado de los rieles del tren donde los zombis son invisibles, donde nadie los mira, donde como dice Eduardo Galeano en su texto Los Nadies, “cuestan menos que la bala que los mata”.
El aroma de caca disecada, orines, comida podrida y fumatas se esparce por las calles de los barrios aledaños; se siente desde el lado opuesto de las grandes y gruesas barras de metal con las que las autoridades cercaron al barrio de los muertos vivientes para aislarlo de la Renfe y de las viviendas que no soportan el hedor alborotado por la canícula de las dos de la tarde.
La hediondez del Polígono Marconi llevó al desespero a Pedro O, un habitante de Villaverde Alto. El insomnio provocado por los olores nauseabundos que llegan cada tarde con el sol y cada noche con la brisa, lo ha llevado al extremo de la locura y, a sus 57 años de edad optó por drogarse a su manera para conciliar el sueño. Don Pedro, de tez blanca y una robustez que ya le asoma por encima de su cinturón y le descuelga dos botones de su camisa, prefiere tomar somníferos a soportar los malos olores venidos de la ciudad de los zombis.
“Ese olor es insoportable y no sabemos cómo disimularlo. Ellos hacen sus deposiciones en la calle y las mantienen sucias, lo que nos afecta incluso en nuestra salud”, relata don Pedro O.
Cada vez que aparece el terrible olor, don Pedro piensa en vender o alquilar su casa. Vive en el segundo piso de una tabaquería, en una de las esquina frente a “la Renfe”, pero ni siquiera el aroma a los puros habanos logra disimular el olor a sanitario podrido.
Mientras Pedro relataba a este diario los olores inmundos que llenan su balcón cada tarde, un hombre de buzo gris se acerca por la vía y nos mira fijamente mientras va y viene por la acera adornada de árboles. Pedro lo identificó como el camello que surte de droga las chabolas, cobra y avisa a los señores de la droga la presencia de extraños en el Polígono que no van a comprar o a consumir sus productos exclusivos. Asustado, Pedro cerró el portón de su casa de un tirón.
***
El crecimiento de las chabolas para la venta de drogas en Villaverde Alto y en la calle Polígono Marconi es consecuencia de los operativos policiales realizados en otros barrios como San Cristóbal, donde la venta de drogas al menudeo se convirtió en un objetivo de las autoridades españolas que le declararon una guerra frontal.
Datos oficiales registran que en lo que va de este 2022 se han quitado 466 chabolas o “infraviviendas” en 177 operativos policiales. Mientras se realizaba la reportería para esta crónica, la Policía de España retiraba algunas carpas y detenía a una mujer señalada de ser una expendedora de drogas en la ciudad diminuta de los zombis. Al ver las cámaras, los agentes exigieron que se apagaran y nos fuéramos del lugar donde realizaban los operativos ese día.
Pero el acoso policial no ha frenado el auge de los adictos a las drogas. Los zombis de Madrid han instalado colchones en las puertas de la red de transporte público, y es común verlos deambular por las estaciones con todas sus pertenencias metidas en una maleta desparramada que cargan a cada lado al que van.
El auge de los narcopisos
Villaverde es un barrio de calles estrechas y edificios enanos de hasta cuatro plantas. La estética de los bloques de apartamentos varía poco: son un titán gigante de ladrillos cafés con ventanas blancas que hacen juego con sus balcones de barandillas, blancas también. De lejos parece el cajón del Arca de Noé proyectado cada año en las películas de Semana Santa.
Día y noche permanecen por sus calles estrechas los vehículos parqueados de los habitantes de este suburbio madrileño en el que se ven en cada esquina un puñado de haitianos, jamaiquinos, cubanos, venezolanos, españoles, colombianos y de otras nacionalidades.
Está ubicado a un lado de la red férrea de la Renfe, frente al Polígono, y en cada esquina puede encontrarse una tabaquería, una barbería o una tienda de abarrotes. Los pisos (en Colombia llamados apartamentos) son pequeños y es común ver en los balcones la ropa secándose al viento. En uno de esos pisos pueden vivir hasta dos y tres familias en habitaciones separadas turnándose la cocina para preparar los alimentos, pero todo bajo una misma regla: cada quien lava los platos que ensucia, lava su ropa y compra sus alimentos. Pero en esos pisos también viven los dueños o vendedores de la droga de los zombis. La policía, y los mismos españoles les llaman narcopisos.
En las calles, españoles, colombianos, ecuatorianos, jamaiquinos, haitianos y muchos otros no se entremezclan, pero en las escalas maderadas y baldosas brillantes de los narcopisos de Villaverde, la vida los junta con un solo destino: consumir drogas.
Uno de estos expendios está en uno de los viejos edificios del paseo Alberto Palacios. Un ciudadano que accedió a mostrarle a EL COLOMBIANO como funciona un narcopiso, aseveró que en Villaverde ya reconocen donde venden la droga.
El portal es el número 3 y al ingresar al edificio se encuentran unas escalas en madera café oscura en las que se sientan los consumidores a drogarse. Las gradas se convierten en una tribuna atestada de adictos que se prestan entre ellos desde las jeringuillas para inyectarse la heroína hasta la saliva para sellar un cigarrillo de marihuana. La única luz que ingresa llega por un ventanal de colores y el aire corrompido le da un aspecto funerario al edificio. Huele a sudor putrefacto.
En esta edificación vive Lucía, una española de 73 años de edad que recibió su piso como una herencia hace 43. Toda su vida la ha pasado en este apartamento y durante su estancia ha visto crecer distintas generaciones en los pisos contiguos. Ha visto llegar colonias de migrantes a vivir en los pisos contiguos de al lado y de arriba, y ha tenido que batallar con un grupo de ecuatorianos que hacen ruido hasta el amanecer y zapatean en su techo los pasillos, el fandango y las cumbias.
Ella, con la valentía que le da su edad, cada vez que escucha el jolgorio va y les toca la puerta para que bajen el ruido. Cuando no le prestan atención amenaza con llamar a la Policía y el volumen alto empieza a descender.
Hace un año su lucha cambió. Empezó a encontrarse a temblorosos desconocidos en las escalas internas del edificio cada vez que bajaba de reclamar por los decibeles aturdidores de un tocadiscos que suena sin parar, todos consumidores de papeles plateados de la droga que le vendieron en el piso 302. “Ahora ves un montón de chavales entrar y salir. Entran derechitos y salen encorvados, casi a rastras. A veces escuchamos gritos en el narcopiso y pensamos que son afectados por el consumo de drogas que les venden ahí”, dice Lucía en tono bajo, como queriendo ocultar su denuncia para evitar meterse en líos.
En Villaverde ya todos conocen dónde están los narcopisos. Los reconocen porque el llamador o telefonillo (citófono) está marcado con un símbolo para que los consumidores lleguen directamente al apartamento en el que les venden las drogas. Además, las papeletas vacías tapizan las puertas, y en algunas ocasiones hasta drogas se hallan desperdigadas en los portales.
En las entrañas de estos edificios solo se ven pasar botellas y pipas con drogas, y dicen algunos que también se viven violaciones sexuales sin discriminar. Mujeres y hombres que buscan consumir crack terminan sometidos al deseo convertido en abuso sexual de los vendedores de sustancias sicotrópicas. “Si no acceden terminan golpeándolos, entonces muchas de las personas que ingresan a los narcopisos prefieren dejarse violar a terminar por muchos días en un hospital”, comenta Lucía, líder comunal de Villaverde bajo.
Es así como las noches tranquilas de Lucía llegaron a su fin. A veces los yonkis o consumidores de drogas marcan el telefonillo a las 2, 3 o 4 de la madrugada; además, se han transado peleas y las cosas propias del edificio han empezado a desaparecer, como si aparte de yonkis fueran magos que desaparecen tras sus mangas de saco y sombreros mágicos los objetos de la edificación. “Se roban las bombillas, las macetas, las barandas de las escaleras. Estos artículos terminan en los mercadillos o los venden en el paseo peatonal, a la vista de todo el mundo”, dice la mujer quien muchas veces se ha encontrado los zombis mirándola fijamente en el portal de su edificio y otros durmiendo en las escaleras.
Con el auge de los narcopisos, que también se cuentan en las calles de las Arenas, portal 4; José del Pino, portales 7-9; Sulfato, portal 11; Camino de Viejo de Pinto, portal 8; Cacereños, portal 40; San Aureliano; Potes, portal 15, y la plaza de Ágata han aumentado los atracos. Antes, las noches silenciosas y solitarias de Villaverde Alto y Bajo eran tranquilas, ahora sus habitantes prefieren entrarse temprano a sus viviendas para evitar toparse con zombis o yonkis que, cuchillo en mano, les despojan del celular, de una cadena, un reloj, unas baratijas o de unos billetes para comprar drogas.
La Policía española ha tomado medidas para combatir estos expendios de drogas. En algunas ocasiones parquean patrullas en las afueras de los edificios para evitar que lleguen a comprar y de esta forma asfixiar el narcomenudeo en las construcciones, pero no ha sido suficiente.
En estos operativos policiales se han registrado, solo en Villaverde en lo que va de 2022, 12 narcopisos y 172 personas capturadas por los delitos de atentar contra la salud pública y tráfico de drogas, pero nada de esto le da seguridad a Lucía. El último gasto en su vivienda fueron unos barrotes internos pegados a la puerta principal. Tuvo que hacerlo luego de que un lunes, cuando abrió el portón para salir a comprar pan y leche y con las ojeras quede dejan los estragos de una noche en vela, un zombi se desplomara dentro de su vivienda tras pasar una noche dormido de pie, drogado en su portal.
El problema de las drogas en España
El 17 de agosto de 2022, la Policía española recibió una llamada desde Colombia que los puso en alerta. Procedentes del país y en un vuelo comercial, 11 kilos de cocaína llegarían en una maleta que los agentes no tenían idea de cómo identificar.
Con la colaboración de la Dirección Antinarcóticos de la Policía Nacional de Colombia, DIRAN, los agentes españoles empezaron a rastrear todos los vuelos provenientes de Colombia y a elaborar un perfil de los posibles encargados de entrar la droga al país europeo. Una mujer, que se puso nerviosa en todos los controles, levantó sospechas y un montón de cámaras y agentes encubiertos se le fueron encima.
Las autoridades la dejaron salir del aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas y la mujer, sin saber que la seguían, tomó un taxi. En el vehículo se dirigió a un albergue, recogió a otra persona y se encaminó hasta un parqueadero en el centro comercial Plenilunio. Lo que los policías desconocían era que en esa cita capturarían a “un pez gordo”. A la reunión asistió otra mujer colombiana encargada, según las autoridades, de recibir la coca y distribuirla en España.
En aquella ocasión, la Policía española informó que fue “Detenida la ‘Reina de Ronda’, cabecilla de una organización que introducía cocaína a través de “mulas” y maletas en aviones. Hubo 3 detenidos cuando intercambiaban 11 kg de cocaína, e intcautados 23.500€ y 1 coche con habitáculo.
La detención de alias “la Reina de Ronda” es solo uno de los operativos con los que la Policía española le trata de poner freno a la venta de drogas en ese país. El último informe del Ministerio del Interior de España registra que en 2020 “ hubo 24.114 detenciones por tráfico de drogas, frente a 24.171 en 2019. Por su parte, las denuncias por consumo o tenencia ilícita de drogas fueron 337.772 en 2020 frente a 401.914 en 2019”.
El mismo documento registra que en 2020 fueron incautados 36.948 kg de cocaína que iba a ser comercializada en las calles, además, también fueron incautados 178 kilogramos de heroína, 56 kg menos que en 2019.
Frente al tratamiento clínico, en 2020 la cocaína se mantuvo como la droga ilegal que causó un mayor número de admisiones a tratamiento (17.490 personas). En ese mismo año se registraron a nivel nacional, 974 defunciones por consumo de coca. El 77,4% de las personas fallecidas fueron hombres y el 22,6% mujeres.
María y su frontera zombi
A las seis de la tarde en el Polígono Marconi solo ven unos pocos carros en busca de los últimos cigarrillos que les ofrecen los camellos (jíbaros). En las vastas planicies de hierbas secas, cafés y verdes se ven las liebres y conejos pastar, y las aceras y calles comienzan a llenarse de mujeres y mujeres trans dispuestas a vender el cuerpo.
Se cambian en las calles y se ponen los trajes sugestivos para cautivar a los hombres deseosos de los placeres carnales que calman en el interior de los vehículos a los que llegan. Para evitar los ojos fisgones, los dueños de los vehículos cuelgan de las ventanas camisas, toallas, cobijas o sábanas que cubran las carnes movidas al ritmo del sexo salvaje.
Mientras el mundo de la prostitución despierta, el de los “muertos vivientes” se apaga lentamente. Los zombis de Madrid se desplazan a los colchones que dejaron en la mañana en los bajos de las estaciones del metro o de la Renfe para dormir la borrachera que les causa las drogas. Algunos se quedan a dormir en las chabolas donde consiguieron la droga que los doblega, y por cinco euros más, pueden echarse un sueño bajo un techo de tela. Otros, ante la falta de dinero amanecerán tambaleantes frente al fuego de las canecas prendidas para calentarse.
La mayoría de los zombis seguirán deambulando por las calles de Villaverde Alto, a luz de la luna, presos de una droga que los obliga a arrastrar hasta los pies. Esas calles solitarias las recorre María hasta llegar a la estación Villaverde de la Renfe. Se acomoda frente a una puerta que parece un espejo. No se reconoce y ríe, solo ríe junto con su reflejo.
Afuera de los trenes María tiene sus pertenencias desperdigadas: tres pares de zapatos, una blusa y una maleta azul y rota son lo único que dejaría en este mundo el día que la parca la alcance. Se acuesta sobre un colchón y su figura flaca y larga como un palo de escoba se desvanece y ella vuelve a ser invisible, otra vez, ante la mirada esquiva de los transeúntes que salen presurosos de la estación.