Asus 18 años, Anis andaba perdido. No tenía claro qué hacer con su futuro. Cuando por fin decidió que la fisioterapia era lo suyo, ya se había cerrado el plazo de inscripción en la universidad. Tendría que esperar hasta el año siguiente. Su madre, Geraldine Henneghien, le dijo que no pensara que se iba a tirar un año sin hacer nada; que, si no estudiaba, tenía que trabajar. Aquel fue el principio de una crisis personal que le iba a inducir a convertirse sin saberlo en el candidato perfecto para los reclutadores del Estado Islámico.
Estaba perdido. Anis, cuatrilingüe, asistía a numerosas entrevistas de trabajo, de las que salía siempre con la misma respuesta: “Ya te llamaremos”. No tardó en darse cuenta de que tener un nombre marroquí y ser de Molenbeek, un barrio de Bruselas con mala reputación, no le estaba ayudando.
“Mi hijo estaba enfadado con la sociedad belga. Decía que a los musulmanes nos estigmatizan, nos discriminan”. Siempre me repetía: ‘Mamá, aquí no me consideran belga y en Marruecos me ven como extranjero’. No supe valorar la gravedad de su crisis de identidad”, relata Geraldine, una mujer rubia convertida al islam.
Pronto Anis dejó de buscar trabajo y sus padres empezaron a notar cambios. Le preocupaba la situación de Palestina. Luego fue Siria. “Soy musulmán y no puedo permitir que masacren a nuestro pueblo. A ningún país le importa lo que pasa allí”, clamaba. Anis, a quien de pequeño había que empujarle para ir a la mezquita los viernes, empezó a rezar cinco veces al día.
Geraldine, su madre, averiguó más tarde que por los alrededores del templo rondaba un tipo que se acercaba a los jóvenes, les explicaba el horror que padecían los sirios y les animaba a hacer algo por sus hermanos.
Un día Anis anunció que se iba de casa y que quería viajar a Siria. Geraldine comprendió que no había tiempo que perder, que eso iba en serio. Se presentó con su marido en una comisaría para suplicar que prohibieran a su hijo salir del país. La policía les explicó que para eso debían considerarle miembro de un grupo terrorista.
A finales de enero del año pasado Geraldine recibió una llamada. Era su hijo, llamaba desde Turquía, a punto de cruzar la frontera con Siria. Después se enteró de que un juez belga dictaminó que, al ser mayor de edad, no pudieron impedir el viaje. El problema es que nadie se lo comunicó a Geraldine y ya era tarde. “Mamá, no llores. Voy a ayudar a la gente. Abriré la puerta del paraíso para ti”, le aseguró por teléfono.
Una vez por semana la llamaba desde Siria. “Mamá, tienes que venir. No puedes seguir trabajando con hombres y con kufar [infieles]”. Pasó temporadas en algunos de los rincones más peligrosos del conflicto sirio: Raqqa, Alepo y Deir el Zor.
El relato de esta familia es calcado al de cientos de familias de Bélgica, el país con el mayor número de europeos en proporción luchando en Siria y que los atentados de París pusieron en el punto de mira.
Tres de los terroristas que bañaron de sangre la capital francesa procedían de Bélgica, en concreto de ese mismo barrio de Molenbeek. Las pesquisas iniciales indican que fue en este municipio donde se idearon parte de los ataques. Apuntan también a posibles errores policiales y políticos.
Sobre el terreno, Bélgica ha pisado el acelerador de las reformas legales y los recortadísimos servicios secretos están recuperando efectivos. Mientras, los habitantes de Molenbeek viven una sucesión de redadas policiales como el enésimo síntoma de la discriminación contra los musulmanes.
La distancia que les separa del resto de los belgas se amplía y esos sentimientos de división solo benefician a los reclutadores del Estado Islámico. Los extremistas agitan y alimentan un discurso binario, de víctimas (musulmanes) y verdugos (Occidente), que cala muy hondo en jóvenes musulmanes como Anis y para los que la muerte de niños en Siria y la discriminación de los musulmanes en Europa son apenas distintas caras de una misma moneda.
Paisaje magrebí
Molenbeek es un barrio incrustado en el corazón de la zona Schengen de la UE, con una fuerte presencia musulmana e ideal para camuflarse y ejercer de base de operaciones.
Este barrio bruselense no es un gueto al estilo de las banlieues parisienses. Para empezar, porque se puede caminar por él sin peligro y entablar conversaciones con los vecinos sin temor, porque aquí casi todo sucede de puertas adentro. También porque está pegado al centro de Bruselas, separado apenas por un canal navegable de la calle de Antoine Dansaert, la más chic de la ciudad, donde los diseñadores locales exponen sus más refinadas creaciones.
De la plaza de Molenbeek a la Grand Place, epicentro del chocolate y la cerveza de Bruselas, hay unos 15 o 20 minutos andando. La distancia mental que separa a los habitantes de Molenbeek, en su gran mayoría de origen marroquí, del resto de ciudadanos es, sin embargo, abismal. Entre los sentimientos que albergan los jóvenes musulmanes del barrio –también los triunfadores que trabajan– domina el de discriminación y racismo por parte de los que ellos llaman “los blancos” o “los belgo-belgas”, es decir, los que no son de origen magrebí.
Aquí viven unas 100.000 personas entre la parte alta y adinerada del barrio y el viejo Molenbeek, más deprimido y con mayor concentración de inmigrantes. Tienen hasta 100 nacionalidades y hay unos 4.000 indocumentados, pero sobre todo los musulmanes de origen magrebí han hecho de este barrio, densamente poblado y apodado “el pequeño Manchester”, su hogar.
Hoy el paisaje humano de la parte vieja del barrio es predominantemente magrebí. En los cafetines los hombres conversan y juegan al parchís, y en las confiterías los dulces chorrean miel y pistachos. Dentro de los comercios, las huchas de lata acumulan donativos para Siria. Una mujer cruza las calles con velo hasta los pies y guantes negros que impiden que nadie vea ni un centímetro de su piel, pero también pasa otra chica en minifalda.
Discurso religioso
En Molenbeek la religión está de moda. La población se ha vuelto más conservadora y las terceras generaciones de inmigrantes encuentran en ella un salvavidas identitario. El desembarco en el barrio de supuestos sabios rigoristas y la distribución masiva y gratuita de textos saudíes han contribuido a que la interpretación literalista del Corán y la ortodoxia en la práctica religiosa hayan ido ganando terreno.
En la plaza principal de Molenbeek está la gran comisaría de policía. La nube de periodistas que ocuparon el bulevar los días posteriores a los atentados de París se ha esfumado. Ahora quedan los puestos del mercado el jueves, las furgonetas de la policía y un blindado del Ejército. Dentro, el comisario y portavoz Johan Berckmans da a entender que andan a ciegas y dice que necesitan más policías de origen magrebí.
De los 900 que se registran en Bruselas Oeste, calcula que apenas una veintena habla árabe. Cuatro policías forman parte de la célula de radicalización que vigila los movimientos extraños entre los vecinos y dan parte a la policía federal. Las observaciones del comisario Berckmans sobre el terreno coinciden en el calendario con el recrudecimiento de la guerra de Siria y el auge del EI. “Las salidas a Siria empezaron a aumentar hace dos o tres años”.
Radicalización de garaje
En 2010 salieron los primeros yihadistas a Somalia desde Molenbeek, “provocando no poca admiración en el vecindario, que los consideró héroes humanitarios, algo así como brigadistas internacionales”, explica Johan Leman, un veterano antropólogo que trabaja con jóvenes en el barrio.
En 2012 comenzó la gran oleada rumbo a Siria, que alcanzó su pico más alto el año pasado. Ahora, una decena de jóvenes salen cada mes de Bélgica, es decir, al menos dos a la semana. La mitad de ellos son desconocidos por los servicios de seguridad, según los cálculos de Claude Moniquet, director del European Strategic Intelligence and Security Center, un think tank especializado en terrorismo.
En Siria trabajan como Anis en puestos técnicos, de albañiles, médicos y profesores. Medio centenar son combatientes y otro medio policías o guardas de prisión, asegura Moniquet.
Una decena de fuentes describen con detalle cómo se recluta en Molenbeek: primero, los reclutadores salen al encuentro de los jóvenes a los cafés, a los gimnasios, a las puertas de las mezquitas o de los supermercados –uno que se ponía en el Aldi, por ejemplo, era de todos conocido–. Reparten folletos sobre el sufrimiento de civiles en Siria y establecen contacto con los jóvenes que se dejan. Hay reclutadores que vienen de otros países –europeos o del Golfo– y los hay también locales. Enseguida se corre la voz de que han llegado al barrio y se organizan encuentros. A partir de 2013, tras la detención de los integrantes de Sharia4 Belgium, la gran incubadora de la radicalización en Bélgica, el reclutamiento deja de ser a plena luz del día y se realiza en reuniones clandestinas en casas y garajes y en las redes sociales.
A los chicos agotados por el deporte les ponen a jugar a videojuegos de guerra y les martillean el cerebro con vídeos de niños sirios con brazos amputados. Consumen horas y horas de plegarias de los telepredicadores más extremistas, que explican que trabajar para un no creyente es lo mismo que trabajar para el enemigo. En el esquema de nosotros contra ellos, de buenos y malos, las ideas bárbaras penetran con mayor facilidad. Con la cabeza ya amueblada llega el momento en que “se dejan atrapar por el viento caliente”, como explica Mohamed Yusufi, un imán conservador de la corriente Tabligh, en su casa de Molenbeek.
Esto es lo que los investigadores llaman “radicalización de garaje”, un proceso individualizado. Porque, como en otras ciudades de Europa, en Bruselas las mezquitas han dejado de ser centros de radicalización.
A finales de febrero de este año, Geraldine recibió un mensaje en el móvil. Era un amigo de Anis. Le decía que su hijo había muerto por el impacto de una bala en el aeropuerto de Deir el Zor, al este del país. Allí quedó su cuerpo. Geraldine lo intentó, pero fue incapaz de hacer su duelo en torno a un mensaje de móvil. “No tengo su cuerpo, no tengo nada”, llora todavía. Así que, junto a otras madres, decidió viajar a la frontera turco-siria, rehacer el camino que llevó a su hijo hasta la muerte.
En Kilis, justo antes de entrar a Siria, rezó en la Mezquita Azul junto a jóvenes de medio mundo que, embriagados de heroísmo, se preparaban para cruzar la frontera. Unos metros más allá, ya en tierra siria, vio ondear la bandera blanca y negra del Estado Islámico.