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Aunque ellos no entiendan mis palabras, sé que el lenguaje universal es la sonrisa y así nos podemos comunicar en las consultas. Soy Ferdyoli Porcel, una médica pediatra de Cuzco, Perú, que decidió viajar al campo de refugiados más grande del mundo en la ciudad de Cox’s Bazar, en Bangladés, para salvar las vidas de los refugiados rohinyá que viven hacinados entre las casas hechas con teja, bambú, cuerdas y plástico.
Al campo en el que estoy se le conoce como Kutupalong y son tantos los refugiados que han llegado hasta este lugar, casi un millón, que parece un gran barrio de invasión con 20 subcampos distintos en su interior. Llevo cinco meses en esta zona del sur atendiendo a los rohinyás y a personas nativas de Cox’s Bazar en una clínica especializada en niños, niñas y madres.
Cada día es una aventura nueva. A las 6:30 de la mañana comienza mi jornada con un desayuno junto a la misión humanitaria de Médicos Sin Fronteras en la zona, el equipo al que pertenezco. Esas citas matutinas son indispensables para darnos energía para el resto del día. En la clínica mis pacientes hablan rohinyá; el staff de médicos que tengo a cargo, bengalí. Por eso las consultas son una mezcla de lenguas que los traductores nos ayudan a descifrar: de mi inglés al bengalí, del bengalí a su lengua natal.
El 55 % de las personas que recibo son rohinyás que se desplazaron desde su país, Myanmar, huyendo del genocidio contra su etnia que se agudizó en 2017. Los demás son de la comunidad receptora de Bangladés, una población que está inmersa en un contexto de necesidades. Por esa diferencia cultural y de lenguas sé que a veces no nos entienden, pero cuando eso ocurre, cuando sé que una madre teme por el futuro de su hijo, mi idioma se traduce en una sonrisa: así les digo que quiero lo mejor para ellos.
Bangladés es un país hiperpoblado. Tiene 161 millones de habitantes, de junio a septiembre vive una temporada de lluvias que la dejan en medio de ciclones y vientos huracanados. Y ese clima agreste hace que la población sea más vulnerable a los brotes de cólera y dengue. Acá hay muchas necesidades y por eso ya había personal médico en la zona, pero mientras combatíamos los otros problemas llegó el coronavirus.
En el resto del mundo, en occidente, los que tienen la posibilidad hacer el distanciamiento social, usar su mascarilla o por lo menos cuentan con agua y el jabón para lavarse las manos es importante que lo hagan porque hay personas como ellos, los rohinyá, que no pueden hacerlo.
En Kutupalong la distancia es una utopía. Hay zonas donde cada uno solo tiene ocho metros cuadrados de espacio, en una sola habitación pueden residir hasta doce personas y para 2017 solo había 4.000 letrinas: un baño para cada 156 refugiados. Ellos tienen agua porque alguna organización internacional se las trae y atención en salud porque nosotros como Médicos Sin Fronteras se las brindamos.
Imagina combatir así el coronavirus. La pandemia llegó a Bangladés a finales de marzo y en mayo tuvimos el primer caso en los campos de refugiados de Cox’s Bazar. Desde entonces hemos practicado cien pruebas rápidas a los rohinyás, de las que un poco más de 25 han salido positivas. Entre esas estuvieron cuatro pacientes pediátricos que pasan por el hospital en el que trabajo. Cercar la enfermedad es difícil. Tenemos quince camas de cuidados intensivos, pero no están en una gran sala, sino que son espacios donde podemos brindar lo básico: oxígeno y la inyección de algunos fluidos.
Eso ocurre en esta área de Bangladés donde la salud es precaria y la información para estas personas es poca. Por eso, por no entender qué es lo que sucede, ellos desconfían. No los culpo, han sufrido mucho en su vida. El acercamiento es complicado y a veces las madres no entienden que sus hijos tienen que quedarse internados una semana o dos.
En ocasiones prefieren tomar a sus niños y llevarlos donde un curandero, otras veces logramos convencerlas de que los dejen con nosotros. Es una negociación constante, pero aprendí a entender que ellos no conocen el concepto de lo que es un hospital, no han tenido acceso a servicios de salud por muchos años y llegar a una clínica donde no entienden las palabras es complicado. Hay momentos de frustración.
En los últimos días los rohinyás han dejado de asistir a las consultas por el miedo que genera la desinformación (ver Paréntesis). Como no tienen acceso a la prensa, no hay internet y menos hablan el idioma, solo se guían por los rumores que les llegan. Mi mayor temor es que se estén muriendo por temas que son perfectamente tratables si acuden al médico a tiempo, pero no lo hacen, decidieron no salir por el temor a los militares y la presión de la población de alrededor: ellos han sido rechazados.
Ahora probablemente no lo saben, o no lo entienden con claridad, pero enfrentan un problema más: una pandemia.
Periodista egresada de la facultad de Comunicación Social - Periodismo de la Universidad Pontificia Bolivariana.