El cazador, oculto tras los troncos de los árboles, eligió las palabras para mentir. Estoy dando un paseo, les dijo, porque nada más tranquilo que El Moral con su quietud, aves y caminos cubiertos de musgo. Los guardabosques, sin embargo, vieron la escopeta y los perros. La historia repetida.
Hace tres años que Amanda Peña, campesina del corregimiento de San Cristóbal, en Medellín, custodia la reserva natural El Moral en sus 606,64 hectáreas. Conoce con detalle las excusas de los fanáticos de la caza y los rastros del daño que dejan los mismos vecinos. El oficio del guardabosque es, en esencia, el de la conservación minuciosa de los ecosistemas. Cuando no está en sus recorridos de vigilancia, trabaja en crear jardines para que lleguen abejas y mariposas.
En toda esta red del cuidado hay un elemento clave. Como lo explica el ingeniero forestal José Fernando Gómez, coordinador del programa, los 31 guardabosques que hoy tiene Medellín protegen 2.458 hectáreas en 13 reservas (dos en Santa Elena, dos en San Antonio de Prado, cuatro en Altavista, dos en San Cristóbal y tres en Palmitas) para contribuir a la preservación de las cuencas de agua. De estas quebradas y riachuelos se surten, al menos, 19 acueductos veredales. Allí también se reforesta con especies nativas.
Por estos días de cuarentena, dice Amanda, los mismos vecinos de la reserva les cuentan que con la ausencia de los guardabosques han vuelto a escuchar los disparos y el ladrido de los perros. “Tres años allá cuidando el bosque y dejamos de ir uno o dos días y la gente se entra a hacer daños, a cazar animales”, recuerda, “la última semana nos han hurtado en los jardines”.
Uno pensaría que en lo inhabitado del bosque no hay mucho riesgo de contagio del nuevo coronavirus, pero, como indica Natalia Serna, profesional social del proyecto, los guardabosques estuvieron en casa durante la primera semana del aislamiento preventivo, mientras las autoridades adaptaban los protocolos y horarios. Muchos de ellos tienen que tomar transporte público para llegar a la reserva, así que el interés era evitar que se expusieran de más. Ahora, con guantes, tapabocas y el equipo de protección listo, los custodios volvieron al bosque. Un trabajo que, como el de médicos o enfermeras, tampoco se detiene.
Y, en contravía de la norma, aún cuando a las reservas está prohibido el acceso no autorizado, la soledad natural de estas áreas se ha vuelto tentadora para los turistas inescrupulosos que, como añade Amanda, “no pueden salir al parque, pero van a la reserva a bañarse. Hemos encontrado fogones para el sancocho. No llevan madera, sino que la extraen del bosque, nos están haciendo daño. Mientras nosotros cuidamos, ellos van y cortan”.
Oficio que sabe mirar
Sebastián Ospina le toma fotos a todo lo que esté vivo. Creció en los morros de San Cristóbal y, desde hace tres años, colecciona imágenes de los pequeños mamíferos y especies que habitan la reserva que protege con Amanda. Esta semana, incluso, se sentaron a pensar cuál foto les gustaba más: creen que es la del periquito cascabel, o cotorrita de anteojos, aunque fue elección difícil.
Ser guardabosques es un trabajo en contra de la aniquilación. ¿Sobrevive la caza sustentada en las supersticiones? Bastante, dice Sebastián, porque aún muchos animales son capturados bajo la creencia de curar enfermedades.
Una vez encontraron hoyos dentro de la reserva, de unos cinco metros de profundidad, tan hondos como para pensar que tardaron meses en excavarlos. Estaban buscando oro. “Uy, es increíble que la gente todavía hace esto, en estas montañas que ya las han explotado tanto”, dice Sebastián. Fueron con la Policía y nunca supieron quién fue. En ese sector de El Moral hay un área llamada El llano de los indios con su leyenda propia: dicen que ahí hay un tesoro, junto al cerro Padre Amaya. “No sé si conozcan la historia del padre Amaya, que supuestamente iba en una avioneta, se cayó en una laguna y llevaba un botín que la gente todavía busca”, cuenta Sebastián.
Por eso en el bosque, en ese silencio, ser protector es otra forma de ser un huésped que observa. Con los años aprenden a medir tiempos, saben cuándo un árbol está a punto de dar frutos y cuándo llegarán las aves. Reconocen, en las sombras, las siluetas de los animales.
José Muñoz, guardabosque en la Reserva Aguas Frías en la parte alta del corregimiento de Altavista, cuenta cómo le ha cambiado la mirada: “Antes entraba al bosque, no analizaba. Podíamos hasta cortar un árbol. Ahora no puedo ni matar un mosco”. Cada daño o pérdida es como si les arrebataran algo de su propia casa.
Nelson Sánchez, compañero de José desde hace nueve meses, precisa que este trabajo es también de reconocer el camino. En Ana Díaz, otra de las reservas a su cargo, con más de 300 hectáreas, una vez se perdieron. El camino, de un momento a otro, desapareció. Caminaron 12 horas, encontraron especies nuevas de hongos y se arrastraron de rodillas, en algunos tramos del monte espeso para poder salir.
Relata que en los últimos fines de semana aumentó la presencia de las personas en la reserva. Suben a caminar, dejan basura, saquean algunas de las casas en las que residen los reforestadores.
Así que, en esas condiciones, la labor del guardabosques no termina del todo. Es un trabajo de jornada completa. Eso lo aprendió José, recién llegado, cuando en sus primeros meses de trabajo lo despertó un incendio forestal de eucaliptos que tuvo que ir a reportar en plena madrugada.
El oído del caminante
Gabriel Ramírez, guardabosques de Santa Elena, dice que la labor del guardabosques es la del caminante, como quien traza un mapa del cuidado. Para pasar entre las trochas y senderos cubiertos de maleza se hace espacio con un machete, pero no le gusta marcar demasiado el camino. No quiere ser invasivo.
—Don Gabriel, estos palitos van a ajustar dos años de haberlos sembrado— le dice, mientras avanzan por un sendero, uno de sus compañeros. —Han crecido bastante — contesta Gabriel.
—Sí, esta tierra es muy fértil.
Yolima Bedoya, guardabosques de San Sebastián de Palmitas, recuerda que cuando empezó el proyecto los biólogos extendían los brazos, tan largos como un abrazo, y les decían: “ustedes van a cuidar todo esto”. Veían esa montaña tan grande para ellos, casi 1.077 hectáreas, arrancaban a caminar hacia el filo sin conocer los límites. Subían hasta la zona de páramo, confiando en el Sol, marcando el camino con ramas. Se hundían hasta las rodillas con la humedad. “El bosque es la vida. Cuando estoy triste digo ‘llévenme al monte’ y a mí allá se me olvida todo”, dice. Cada vez que entra al bosque, José le pide permiso al bosque en su cabeza. Le implora que lo proteja, que “me sincronice con los seres vivos que hay ahí”.
En esta cuarentena, con la entrada de extraños, en Santa Elena hurtaron unas cercas. Pero ahí están ellos para reportar a las autoridades.
Custodiar el bosque es como entrar al paraíso, precisa Gabriel. Van en silencio, con gorro, machete, botiquín de emergencias, mirando qué ha cambiado en la reserva. De pronto lo asustan las aves al mover las ramas, o una culebra. Al respirar, dice, siente el aire entrar a los pulmones y limpiarlo todo.