En momentos difíciles, como los que irremediablemente atravesamos todos, es muy importante dejar de vivir en función de las desgracias que nos están ocurriendo, para comenzar a crecer en virtud de las mismas. Las privaciones y sacrificios que nos exigen las situaciones de crisis pueden ser una oportunidad para fortalecernos y fortalecer a nuestros hijos.
A pesar de que es importante que los niños crezcan en un ambiente positivo para que abracen la vida con entusiasmo, es un error ocultarles todos los problemas que su país o su familia están atravesando en un momento dado. Por el contrario, cuando sufrimos un revés de fortuna, una enfermedad grave o cualquier otra desventura, es fundamental compartirla en familia y hacerles saber a los niños que necesitamos de su solidaridad. Esto hace posible que ellos aprendan a apoyar a sus familiares cuando hay dificultades. Lo que más necesitan los niños no es vivir sin problemas, sino crecer en una familia fuerte y unida, en la que se asuman las reveses de la vida con entereza y todos se solidaricen con el dolor y las desventuras de los demás.
Con nuestra buena voluntad ante las calamidades, podemos ofrecer a los hijos un ejemplo de cómo convertir las desdichas en prosperidad, enfocándonos en lo que podemos hacer para contribuir a mejorarlas. Si los animamos a asumir un papel activo frente a los problemas de quienes sufren, pueden contribuir a aliviar las penas de quienes lo necesitan. Eso es lo que necesita el mundo y eso, no lamentos, es lo que necesitan los niños como ejemplo.
Cada experiencia difícil o dolorosa que vivimos, constituye a la vez una importante lección para la vida, que les sirve a los hijos para fortalecerse, madurar y crecer como personas. A decir verdad, las adversidades, pueden traernos más venturas que desventuras como familia. Es el dolor el que nos enseña a ser generosos y compasivos con quienes sufren, es decir, a ser más humanos; es gracias a las privaciones que valoramos más los privilegios que tenemos; y es en los momentos difíciles de nuestra vida cuando más crece nuestra fe en Dios. De manera que las dificultades y reveses no necesariamente nos empobrecen sino que a menudo nos enriquecen. Por algo se dice que “no hay mal que por bien no venga”.