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Cada vez la iniciativa privada pierde peso y presencia frente a un Estado macrocefálico que va absorbiendo funciones que no sabe desempeñar, máxime cuando su dirección está en manos de un equipo de gobierno improvisado y revanchista.
Por Alberto Velásquez Martínez -
opinion@elcolombiano.com.co
No puede pasar inadvertida la reciente publicación de The Economist, sobre la difícil situación de orden público que atraviesa el país, uno de los factores negativos que lleva a la revista a deducir que Colombia tiene “una democracia defectuosa”. No sería extraño que al finalizar este gobierno, el país pasara del grupo de “democracia defectuosa” al de “régimen autoritario”, en donde de acuerdo con el escalafón de la revista inglesa están confinados los compadres de Cuba, Venezuela y Nicaragua.
El avance de la violencia en esta “democracia defectuosa” se agudiza cada vez más por el protagonismo de grupos criminales de todas las denominaciones y características. Los conflictos dejan anualmente unos saldos tan elevados de víctimas, que constituyen los expedientes para descalificar la democracia. Rupturas violentas que llevan muchas décadas presentes en la historia nacional y que ninguno de los gobiernos, especialmente desde los años 40 del siglo pasado, han podido desmontar. Por el contrario, cada vez se vuelven más complejos por la suma y virulencia de los actores que dibujan un panorama desolador del orden público colombiano.
Desde hace cerca de 25 años, un experto analista español, Román Ortiz, planteaba que la confrontación violenta “ha empeorado notablemente”. El conflicto, argumentaba, “ha dejado de ser el clásico enfrentamiento entre el ejército y la policía estatales, por un lado, y grupos insurgentes izquierdistas de distintas raíces ideológicas, por el otro. Han surgido además grupos paramilitares y narcotraficantes, todos promotores de la violencia (...). Por si fuera poco, dentro de los tres agentes de la violencia –guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes– se ha producido una fragmentación interna”. Hoy, en una reedición del libro, se leería que la situación ha empeorado, con un Jefe de Estado pugnaz que amarra sus Fuerzas Armadas legítimas a sus intereses ideológicos.
Esa diversidad de actores en el conflicto “desborda cualquier posibilidad de control territorial por parte de las instituciones estatales”, como lo sostenía el politólogo Pedro Medellín. “Es tal la paradoja de la guerra en Colombia, que mientras en unos territorios se vive una situación de paz precaria, en otros se vive en un estado de guerra, caso del sur de Colombia”. Allí secuestran y matan integrantes de la fuerza pública, despertando tan solo la música fúnebre con que despide el Estado a soldados y policías asesinados. Visión agobiante que se vive en muchas regiones de la Nación.
Pero no solo The Economist lanza aquella advertencia sino que el Índice Global de Libertad Económica de la Fundación Heritage, de Washington, revela que Colombia en un año descendió 22 puestos al quedar en la posición 84 de los países del escalafón. Cada vez la iniciativa privada pierde peso y presencia frente a un Estado macrocefálico que va absorbiendo funciones que no sabe desempeñar, máxime cuando su dirección está en manos de un equipo de gobierno improvisado y revanchista.
Y para no romper aquella conocida ley de que toda situación por difícil que sea es susceptible de empeorar, la ONG Transparencia Internacional confina a Colombia al puesto 87 entre los países más corruptos del mundo.
En Colombia aquel elefante del 8.000 no se ha ido. Quiere ahora romper los cristales que protegen la democracia.