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Cuando Medellín hace una pausa

En la calma de La Macarena, en esa respiración compartida, surgió una memoria invisible de Medellín: su vocación espiritual.

hace 2 horas
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  • Cuando Medellín hace una pausa

Por Aldo Civico - @acivico

Hay instantes en la vida de una ciudad que, aunque no alteran de inmediato las estadísticas ni modifican visiblemente la dinámica social, cambian silenciosamente su esencia. El domingo, Medellín experimentó uno de esos momentos: cerca de nueve mil personas se congregaron en La Macarena para detenerse, cerrar los ojos y respirar en un mismo compás. A ese acto colectivo lo denominaron MED —Meditar, Elevar, Despertar—, pero lo que sucedió allí va más allá de cualquier etiqueta programática. Lo que vi y sentí fue una ciudad adentrándose en una forma diferente de estar consigo misma. Durante décadas, Medellín ha narrado su historia a través de relatos de esfuerzo, resiliencia, dolor y renacimiento. Estas narrativas han sido esenciales, incluso vitales, pero también desgastantes. La resiliencia, cuando se convierte en un imperativo, corre el riesgo de transformarse en una prisión emocional que obliga al individuo a resistir mientras despoja a la vulnerabilidad de un espacio legítimo. Por ello, lo que ocurrió el domingo posee un valor antropológico significativo: fue una interrupción en la narrativa habitual de una ciudad que ha aprendido a sobrevivir, pero que rara vez se ha permitido descansar.

Ver a miles de personas vestidas de blanco, en silencio, entregadas a una meditación guiada, se asemejó a presenciar un ritual contemporáneo de reconciliación. No se trató de una reconciliación política —esa llegará con otros procesos y tiempos—, sino de una reconciliación personal: cada uno consigo mismo. En antropología sabemos que las sociedades establecen rituales para afrontar sus sufrimientos, para nombrar lo innombrable, para transitar de un estado a otro. MED, sin proponérselo explícitamente, funcionó como un rito de paso colectivo hacia una ciudad que anhela, al menos por un instante, dejar de luchar y comenzar a sanar. Resultó significativo que meditación, arte y testimonio se unieran en este escenario. La presencia de J Balvin —quien compartió desde su propia cicatriz de salud mental— actuó como un reflejo emocional para miles que, en silencio, llevan batallas similares. Que un ícono global declare públicamente “yo también he caído” trasciende lo anecdótico: es una apertura en el estigma. Porque la salud mental, cuando se aborda de manera colectiva, deja de ser un asunto individual y se transforma en un proyecto social.

Pero había algo aún más profundo. En la calma de La Macarena, en esa respiración compartida, surgió una memoria invisible de Medellín: su vocación espiritual. A pesar de su historia marcada por el sufrimiento, esta ciudad siempre ha poseído una energía ligera, casi mágica. Ha logrado mantenerse gracias a una sensibilidad espiritual que no siempre se menciona, pero que se percibe. El domingo, salió a la luz. Al final, más allá de lo espectacular, MED nos dejó una interrogante: ¿qué ocurriría si la ciudad entera convirtiera la pausa en un hábito? ¿Qué transformaciones serían factibles si el bienestar emocional se integrara en la infraestructura social, al igual que el transporte o la educación? Una ciudad que respira unida empieza, lentamente, a verse con otros ojos. Y es en esos pequeños desplazamientos, casi imperceptibles, donde inicia la verdadera transformación.

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