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Luis, el ex niño soldado de las Farc

hace 1 hora
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  • Luis, el ex niño soldado de las Farc
  • Luis, el ex niño soldado de las Farc

Por Aldo Civico - @acivico

Nos encontramos hace unos días en un café del Poblado. Luis —nombre cambiado por su seguridad— hoy tiene 29 años, pero en su rostro hay edades que no le pertenecen, como si su infancia hubiera sido empujada a la adultez de un solo golpe. Se sienta frente a mí, tímido, y apenas empieza a hablar, la guerra emerge como una sombra que todavía lo acompaña. Su historia comienza antes de que él tuviera memoria para entenderla. Su mamá murió cuando él tenía tres años, en una vereda de Antioquia. Su papá murió poco antes, arrastrado por un río crecido. Luis quedó huérfano y la tía que lo recogió lo recibía con golpes y humillaciones. “Desde chiquito, recibiendo palo, palo”, recordó. A los cuatro años empezó a vivir en la calle, rebuscando comida, robándose choclos para sobrevivir. En ese vacío sin adultos —eso que el antropólogo Henrik Vigh llama “crisis crónica”— la guerrilla no apareció como amenaza, sino como una forma de navegar una vida ya insostenible. “Si uno no tiene nada, ni papá ni mamá... uno ve la situación tan maluca y coge ese camino”, me dijo. No fue reclutado: fue arrastrado por las corrientes de un mundo que se movía más rápido que él.

Luis era demasiado pequeño para cargar un fusil, pero hacía mandados, limpiaba armas, ayudaba en campamentos. La violencia se le metió en la piel no como un evento, sino como una manera de vivir el día a día. Recordó el momento en que un helicóptero lo persiguió durante un combate. “Yo iba a salir corriendo... y el helicóptero me apuntó”, recordó. Tenía seis o siete años. El Estado lo vio como objetivo antes de verlo como niño. A los ocho, una caída en una trampa de alambre lo mandó al hospital. Esa herida le salvó la vida. Allí eligió salir de las FARC y entrar en un programa de Bienestar Familiar, donde permaneció diez años. “Me costó aprender a obedecer, porque yo nunca tuve a nadie”, confesó. Con el tiempo, aprendió a dominar lo que llama “el demonio interno”: esa mezcla de rabia, miedo y supervivencia que la guerra deja como un peso en el cuerpo.

Mientras escuchaba su historia, pensaba en los bombardeos recientes del Estado a campamentos donde hay menores reclutados. Pienso en su pequeño cuerpo corriendo bajo un helicóptero. Pienso en cómo este país repite sus tragedias con una facilidad que asusta. Los menores reclutados son víctimas por definición. Pero el Estado, al bombardear campamentos sabiendo que hay niños, decide tratarlos como blancos legítimos. Los convierte en “agentes tácticos”, al igual que los grupos armados. Los despoja, una y otra vez, de la posibilidad de ser niños. Y eso es inaceptable. El bombardeo de menores es un fracaso ético, político y civilizatorio. Es un Estado comportándose como aquello que dice combatir. Es matar a los niños que ya fueron destruidos por la pobreza, por la guerra, por la indiferencia. Al final de nuestra conversación, cuando le pregunté sobre los bombardeos, Luis bajó la mirada. “Es injusto... porque somos menores. No sabemos por qué estamos ahí. Y nos terminan matando dos veces.”

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