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Hoy, más que nunca, necesitamos universidades que se incomoden, que se pregunten, que se resistan al conformismo.
Por Amalia Londoño Duque - amalulduque@gmail.com
Si me detengo a pensar en las personas con las que más converso —mi círculo íntimo, mis amigos más cercanos— descubro un punto de encuentro común: la universidad. No todos estudiamos en la misma, pero muchos de los vínculos más significativos de mi vida comenzaron allí. A mis años universitarios les debo mi pareja, mis grandes amigos, y muchas de las ideas que aún hoy me habitan.
Para quienes hemos tenido el privilegio de acceder a la educación superior, la universidad ha sido mucho más que un espacio académico: ha sido un territorio de conexiones definitivas. Esas que nos definen una ruta, una manera de ver el mundo. Y son conexiones tan diversas como valiosas porque allí confluyen trayectorias distintas, saberes múltiples, historias que, al cruzarse, abren caminos antes inimaginables.
Y es que esas conexiones que nacen en la universidad no son solo personales; son también intelectuales y culturales. Son vínculos que moldean nuestra forma de pensar y de habitar el mundo. En un tiempo donde todo cambia tan rápido —la tecnología, los valores, incluso las certezas—, esas redes humanas que se tejen en la universidad cobran aún más sentido. Porque la universidad, más que un peldaño en la carrera profesional, es un espacio donde aprendemos a convivir con la diferencia, a construir pensamiento, a imaginar futuros posibles.
Vivimos un momento de transformación, estamos inmersos en un mundo donde la inteligencia artificial redefine profesiones, la desinformación compite con la verdad, y el planeta exige respuestas urgentes. En medio de ese panorama, la universidad conserva un lugar central. No como la única fuente de conocimiento, pero sí como uno de los últimos espacios donde todavía se cultiva el pensamiento libre y crítico. Donde aún es posible disentir, argumentar, escuchar.
Formar para el empleo ya no es suficiente, las universidades deben formar para la incertidumbre y este es uno de los desafíos más complejos que ha enfrentado la universidad moderna: repensar la educación.
La rectora de EAFIT, Claudia Restrepo, lo expresó con lucidez en una de sus columnas: “Es la educación la que permite que ideemos el futuro, pero, a la vez, cuando hemos creado ese futuro, nos cuesta repensarla a ella —la educación— en sí misma.”
Y es que en medio de este contexto, EAFIT celebra 65 años. Nació en 1960 como una escuela de administración impulsada por un grupo de empresarios que veían en el conocimiento una palanca para el desarrollo. Ahora esa visión se ha expandido. La universidad se ha construido durante todos estos años gracias a sus estudiantes, sus graduados, sus docentes, y a la comunidad que ha permitido que celebremos hoy este aniversario.
Lo dice Marina Garcés, filosofa y ensayista española, “Educar no es preparar para el futuro, sino aprender a vivir juntos en un mundo que ya está aquí”.
La universidad debe ser la conciencia crítica de la sociedad. Y en Colombia, donde tantas veces el conocimiento ha sido un privilegio y no un derecho, universidades como EAFIT tienen la responsabilidad de ser también faros de equidad, de diálogo, de democracia.
Celebrar 65 años no es solo mirar atrás. Es, sobre todo, preguntarse por el futuro.
Hoy, más que nunca, necesitamos universidades que se incomoden, que se pregunten, que se resistan al conformismo. Porque si este es uno de los momentos más decisivos para la educación, es también una de sus mayores oportunidades.
¡Qué sean muchos años más!
Y gracias por la gente, las ideas y las conexiones.
Otra persona sería yo si no hubiera pasado por allí.