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Por Alberto Velásquez Martínez - opinion@elcolombiano.com.co
Colombia, enana en producir líderes internacionales, dio al mundo dos hombres fuera de serie: Fernando Botero en el pincel y la escultura, García Márquez en la pluma literaria. Ambos universales. Botero pasa a la historia al pie de los grandes maestros del mundo como Velázquez, Rembrandt, Picasso. Gabo, con sus Cien años de soledad, hace guardia de honor a Cervantes con su Quijote. Botero buscó de joven la inspiración en los paisajes enmarcados en la volumetría exuberante de las montañas antioqueñas. Gabo en el trópico aireado por el mar Caribe. Con la luz que irradian sus obras, ambos contribuyeron a que América Latina no esté en el oscuro cuarto de San Alejo de las grandes y fascinantes obras de la pintura y de la literatura universal.
Los dos conquistaron el mundo. Más generoso el paisa. Botero donó obras no solo a Medellín y a Bogotá sino a instituciones de su país y del exterior. Tuvo una decepción inicial con su ciudad, originada en un alcalde miope que rechazó su primer ofrecimiento de donar su colección privada de pintores universales, porque “no había espacio para colocarla”. Y así, esa invaluable muestra fue recibida por Bogotá, que montó con ellas el Museo Botero, auspiciado por el Banco de la República. Una oportunidad que perdió Medellín por la mirada corta y cicatera de ese burgomaestre que creía que esta capital seguía siendo parroquia condenada al subdesarrollo mental.
Por fortuna, este tremendo error pudo ser enmendado hasta donde fue posible por otro alcalde, Juan Gómez Martínez, quien acompañado por el altruista Tulio Gómez Tapias, abrió no solo los espacios que se requerían para albergar otros cuadros de su obra en el Museo de Antioquia, sino para construir la Plaza Botero, en donde están afianzadas 23 esculturas “boterianas” de tamaño monumental.
Botero fue un paisa de todo el maíz. Su acento y su talante lo hacían inconfundible. Él mismo confesaba que la idiosincrasia antioqueña era “fuente de inspiración de casi todo mi trabajo”. Saboreaba el aguardiente, licor que “se santifica en las pailas”. “Quiero que mi alma vaya a la tienda donde vendan aguardiente”, le dijo a EL COLOMBIANO, en una de las frases candidata a su epitafio. Complementaba a Chesterton, quien preguntado alguna vez sobre cómo se imaginaba el cielo, dijo que “como una taberna en donde pueda continuar con los amigos el diálogo suspendido en la Tierra”. En ella ya está Botero apurando sus anises.
Cuentan sus amigos más cercanos – que con el Maestro surcaron alguna vez el mar Mediterráneo – que cuando venía a su finca en las afueras de Rionegro, la misma por la que suspiraba cuando los médicos ya no le autorizaban visitarla, devoraba frijoles y sancocho. Y mandaba por unos músicos a Rionegro para que le interpretaran bambucos y pasillos de la vieja guardia. Alguna vez en casa de una sobrina, amiga del Maestro, me topé con ese trío que le gustaba escuchar en sus noches de bohemia paisa. Recalcaban los músicos en la autenticidad y generosidad de ese hombre superior pero sencillo, que los abrazaba y los llenaba de cariños y de pesos. El artista de una calidad y originalidad artística y humana, que supo honrar su tierra y su país.