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La mujer incierta

Sus libros permiten que las intimidades contadas también nos pertenezcan para abrir o seguir la marcha de las conversaciones que no se daban, por pena, por pudor, porque no sabíamos cómo iniciarlas.

25 de octubre de 2024
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  • La mujer incierta

Por Diego Aristizábal Múnera - desdeelcuarto@gmail.com

No sé si yo cumpla con algunas de las características que Piedad Bonnett enumera cuando piensa en su lector ideal, no sé si yo sea “inteligente y divertido, culto, crítico pero benevolente, irónico, con sentido del humor”, sensible pero no sentimental, alguien con pensamiento liberal, dispuesto a dudar de todo y a dejarse interrogar por lo que lee. Digamos que simplemente soy un lector que desde hace muchos años la lee con admiración, exactamente desde que la descubrí en su libro: “Todos los amantes son guerreros”, (¿cómo no leer un libro de poemas con semejante título cuando se es un joven universitario?) y mi lengua viajó despacio hasta la negra Abisinia y cabalgó hasta Bengala o Nankín. Y mi mente memorizó: “Este libro sin marcas es todo lo que poseo de ti/ (yo que creí poseerte)/ Otra cosa no tengo/ ni un papel con tu letra angulosa/ ni un fetiche de veras...”Desde entonces, desde aquella juventud, Piedad Bonnett ha estado presente en mi vida, como una amiga literaria que llega cuando tiene que llegar, y ya está, sin reproches, y hablamos mientras duran las palabras fijadas sobre el papel de sus nuevos libros.

Desde entonces, hemos tenido encuentros de todo tipo, pacientes y desaforados, memorables y tristes, inquietantes y divertidos, reflexivos y profundos, honestos, sobre todo eso: honestos, y en esa medida valientes; será por eso que su nuevo libro, “La mujer incierta”, de donde extraje algunas de esas características del lector que está en su mente, me dejó con el mismo agrado de la amistad que de nuevo se reúne para hablar sobre el cuerpo, sobre cómo nos relacionamos con la enfermedad y la muerte después de la pandemia, sobre la culpa, la maternidad, la salud mental, la discriminación, la familia (esa que tenemos a pesar de todo), la soberbia de la academia y de los jefes, sobre el machismo, sobre lo doloroso que puede ser leer que las redes de los hombres son tantas veces las trampas para las niñas, por algo, como dice Rebecca Solnit, citada por Piedad: “...más tarde diría en broma que evitar que me violaran fue el pensamiento más absorbente de mi juventud”. Tantas cosas.

Los libros de Piedad tienen muchas virtudes, y este no es la excepción, pero hoy quiero subrayar una que, creo yo, muchos lectores con seguridad se la han agradecido. Sus libros permiten que las intimidades contadas también nos pertenezcan para abrir o seguir la marcha de las conversaciones que no se daban, por pena, por pudor, porque no sabíamos cómo iniciarlas. La buena literatura también es la que permite este tipo de encuentros.

Los libros de Piedad, parafraseándola, no se leen para escapar, como suele decirse de la lectura, ni mucho menos para ilustrarnos, sino para encontrarnos (o desencontrarnos). Este libro, especialmente, nos permite ver una escritora que después de un largo trasegar, ha conquistado la serenidad, y eso se siente, eso me gusta, la calma de quien sencillamente ha sido fiel a sí misma.

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