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Al final de la vida, la vocación es la fidelidad a un sueño roto. Y llegar a este convencimiento no es una concesión que se hace al pesimismo, sino un humilde paso hacia la serenidad, hacia el heroísmo de la cotidianidad.
Por Ernesto Ochoa Moreno - ochoaernesto18@gmail.com
A la vuelta de los días, al final de la vida, la vocación es la fidelidad a un sueño roto. Y llegar a este convencimiento no es, como pudiera parecerlo, una concesión que se hace al pesimismo, sino un humilde paso hacia la serenidad, hacia el heroísmo de la cotidianidad.
No hablo de resignación. Se trata del sentimiento hondo de las limitaciones, de las fragilidades y fugacidades de la vida, que nos lleva a aceptar la condición humana sin seguir pidiéndole peras al olmo.
Quién más, quién menos, todos llegamos a la tarde la vida (en la que, al decir de san Juan de la Cruz, nos examinarán en el amor) convertidos en muñones existenciales. Es una extraña experiencia de fracaso, de frustración, de utopías deshechas, cuando ya todo parece irreversible. Vienen entonces la decepción, la rebeldía, la autocompasión. Para muchos la agonía no es el fin temporal de los días, de la vida, sino el ahogarse en esa sensación deprimente de llegar al final con las “manos vacías”, para usar una expresión de Santa Teresita.
Seguir siendo fieles a un destino, a una vocación, a un puesto en la vida -aun con el sabor en el alma de que no era eso lo que soñábamos (o que tal vez sí era eso, pero a la postre hay que acepar que está lleno de vacíos, o vacío de plenitudes)- es una forma de valentía. Tal vez la única valentía que se nos pide. Siempre y cuando sea una fidelidad sin amarguras, llena de humilde alegría.
Los artistas, los pensadores, los científicos, los profesionales, los santos, los amantes, los aventureros, en fin, todos los soñadores, conocen muy bien esta fidelidad a los sueños rotos. Que sirve no simplemente para aceptar el apaciguamiento de los fervores y de las sangres enardecidas, sino para seguir luchando, para seguir soñando, para seguir adelante. Aunque sea pisando cristales rotos.
Y pisar cristales rotos, valga aceptarlo y confesarlo, es una experiencia que duele, que hace sangrar. Y que no tiene sino una salida: seguir caminando sobre guijarros que punzan, que cortan, que no podemos esquivar. Y sobre los que tenemos que avanzar si queremos llegar a la meta.
Existe una espiritualidad del ocaso, del acabamiento, del deterioro, me dijo una vez el padre Nicanor Ochoa, mi tío, en una tarde otoñal, como esta que ya se está ocultando. Huele a agonía este aire de fugacidad que impregna a la luz amarilla del poniente. Allá, en el más allá, está la sombra de la noche. Allá está el misterio. Allá, la eternidad. Y Dios, claro. Lo creo y lo espero. Amén.