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¿Por qué la política económica no tiene ética?

En el estado actual, quienes hacen la política económica en las altas esferas están protegidos de los riesgos y costos de sus decisiones.

hace 7 horas
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  • ¿Por qué la política económica no tiene ética?

Por Javier Mejía Cubillos - mejiaj@stanford.edu

A los economistas les gusta presentar la política económica como un ejercicio técnico; es decir, como un conjunto de decisiones guiadas por conocimiento especializado y evidencia empírica, ajenas a la ideología, la emoción o el partidismo. Yo celebro esa aspiración. Es necesaria si queremos proteger las instituciones del cortoplacismo electoral y limitar el margen de maniobra de los políticos más oportunistas.

Sin embargo, detrás de esa aparente asepsia técnica se esconde una debilidad profunda en muchas de las instituciones encargadas de conducir la política económica en la región. Estoy hablando de la falta de reflexión moral. Cuando las decisiones se justifican únicamente en términos técnicos—sin pasar por un filtro ético que cuestione sus consecuencias humanas—es inevitable que, tarde o temprano, salgan mal. Hay, al menos, tres razones para afirmar eso.

Primero, la política económica transforma vidas reales. Decir que el desempleo es del 10% no es una simple cifra. En un país como Colombia, significa más de dos millones y medio de personas enfrentando la angustia diaria de no tener ingresos para sostener a sus hogares. Una inflación del 5% anual implica que decenas de miles de trabajadores sin salarios indexados deben trabajar cerca de doce días enteros más para mantener su nivel de consumo real. Si ese nivel de inflación persiste durante cinco años, deberán trabajar unos cincuenta y cinco días adicionales al año para no perder terreno. Incluso los ajustes más pequeños en política macroeconómica repercuten profundamente en la vida de decenas de miles de personas. Quien diseña esas medidas debería asumir también el peso emocional de esas consecuencias.

Segundo, los efectos de la política económica nunca son simétricos. No todos ganan ni pierden en la misma medida. Algunos se benefician de forma desproporcionada, otros apenas notan el impacto, y muchos lo sufren de manera intensa. Determinar quién carga con los costos y quién recoge los frutos de una medida económica no es un asunto técnico, es una cuestión moral. Supone juicios sobre justicia, merecimiento y responsabilidad colectiva.

Tercero, toda política económica se mueve entre la incertidumbre. Ningún modelo puede anticipar plenamente el comportamiento de la sociedad o del mundo. Incluso las medidas respaldadas por la evidencia más sólida dependen del contexto cultural, institucional y, en última instancia, del azar. Epidemias, guerras, sequías, cambios tecnológicos o simples malas coincidencias alteran los resultados. Hacer política económica, en el fondo, es administrar riesgos colectivos. Y donde alguien traslada riesgo a otros, hay responsabilidad moral.

Es cierto que muchos tecnócratas son conscientes de la intensidad emocional, la heterogeneidad de costos, y la incertidumbre en las consecuencias que subyacen el quehacer de la política económica. Sin embargo, confían en que una guía utilitarista—maximizar el bienestar esperado de la mayoría—basta para responder a ellas. Pero esa confianza, lastimosamente, no surge de una reflexión ética cuidadosa.

El utilitarismo pasa por alto que hay situaciones en las que preferiríamos evitar el sufrimiento extremo de una sola persona, incluso si eso permitiera mejoras marginales en la vida de muchos. Ignora también que a menudo nos parece intolerable que los beneficiarios de una política sean quienes menos lo merecen, mientras los que cargan con los costos sean los más vulnerables o virtuosos. Y aunque el resultado esperado de una medida sea positivo, si con ella se abre la posibilidad de un desenlace catastrófico—uno en el que todos terminemos en la miseria, por ejemplo—, la mayoría consideraría moralmente imprudente apostar por ella.

El utilitarismo, por tanto, no siempre ofrece la respuesta adecuada a los dilemas morales de la política económica. Y, aun si lo hiciera, pocos economistas son conscientes de que operan bajo ese marco ético.

Esto debe cambiar. No podemos seguir escondiendo la incomodidad e incertidumbre de la moral detrás de la ingenua neutralidad y precisión de la técnica.

La solución pasa por rediseñar los incentivos. En el estado actual, quienes hacen la política económica en las altas esferas están protegidos de los riesgos y costos de sus decisiones. Si una política sale mal, los efectos se manifiestan en el futuro y los pagan las masas. Si sale bien, a veces por causas externas, ellos reclaman la victoria y reciben los aplausos. No puede ser que alguien, pagado por todos los ciudadanos y con poder para tomar decisiones que afectan a cientos de miles, no vea su propio progreso profesional afectado si esas decisiones fallan.

Esto, por supuesto, exige reformas institucionales profundas, que enfrentan grandes retos, entre ellos el de atraer talento a una profesión donde ya es difícil reclutar a los mejores. Por eso el cambio también debe ser cultural. Hace apenas unas generaciones, quienes aspiraban a liderar la vida pública se educaban en filosofía moral y teoría política. Hoy, de los altos funcionarios en política económica solo se espera que sean buenos economistas, no grandes pensadores.

Los educadores tenemos, entonces, un rol importantísimo aquí. La formación en economía debe recuperar la ética que la técnica desplazó. Es nuestra tarea garantizar que eso pase.

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