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Por Javier Mejía Cubillos - mejiaj@stanford.edu
El año pasado, uno de mis mentores, James Robinson, recibió el Premio Nobel. Fue un momento que me llenó de orgullo. Pocas personas en las ciencias sociales merecían tanto ese reconocimiento como él. Ha sido un verdadero titán en su campo y un extraordinario promotor de decenas de economistas, politólogos, historiadores y antropólogos, quienes, a su vez, han influido profundamente en cientos de pensadores sociales más.
Ese evento reavivó en mí una pregunta que me acompaña desde hace años: ¿cuál es el papel de los mentores en la vida profesional? Es una pregunta a la que me aproximo de forma muy personal. Con el tiempo, la relación con mis mentores ha evolucionado, y yo mismo he empezado a ocupar ese rol con personas más jóvenes. Así, mi visión sobre lo que significa tener—y ser—un buen mentor se ha transformado, y hoy quisiera compartir unas cuantas reflexiones de lo que creo haber aprendido en ese proceso. Como siempre, intentaré ser lo más práctico posible, con la esperanza de que estas reflexiones sean útiles.
1. El mentor no es un amigo: Un mentor cumple muchas funciones, pero la menos importante de ellas es la de ser un amigo. Este es un error frecuente entre quienes comienzan su carrera: confunden cercanía con horizontalidad y esperan de sus mentores un apoyo propio de la amistad. Aunque la camaradería y el aprendizaje entre pares son valiosos, gran parte de lo que un mentor puede aportar proviene precisamente de la asimetría de experiencia y estatus.
Un buen mentor condensa años de experiencia en consejos breves y concretos, algo que rara vez puede ofrecer un par. Un amigo puede ser cómplice de nuestros errores; un buen mentor, en cambio, debe ser un faro moral, lo que suele ser incompatible con la complicidad. Además, un mentor abre puertas usando su estatus como colateral, apostándolo por alguien que, al inicio de su carrera, representa más un pasivo que un activo. Esa apuesta solo es creíble si se percibe que está basada en una evaluación objetiva del potencial, no en afinidades personales.
Con el tiempo, las relaciones con los mentores tienden a horizontalizarse, y eso es natural. Pero renunciar por completo a la dinámica de mentorazgo en favor de la amistad es un error. Sin importar cuánta experiencia y éxito acumulemos, siempre habrá momentos en los que necesitemos el juicio y la guía de quienes nos orientaron en etapas clave. Amigos hay muchos; buenos mentores, muy pocos. Conviene preservarlos.
2. El mejor mentor no es el más influyente: Muchos jóvenes sueñan con tener como mentores a grandes figuras. Sin embargo, la experiencia me ha enseñado que no siempre es la mejor opción. Las “estrellas” suelen estar abrumadas por compromisos que limitan el tiempo y la atención que pueden dedicar a sus pupilos. Su prestigio abre puertas y su experiencia en entornos de alto nivel es valiosa, pero un buen mentorazgo requiere cercanía y dedicación, virtudes que no siempre acompañan al renombre.
Para equilibrar esas dimensiones, recomiendo tres estrategias:
i) Buscar mentores con trayectorias ascendentes: personas en camino a convertirse en referentes, que aún tienen tiempo y motivación para invertir en otros.
ii) Considerar a las “estrellas eméritas”: figuras retiradas que, liberadas de muchas obligaciones, valoran la oportunidad de influir directamente en el desarrollo de nuevos talentos.
iii) Diversificar: combinar mentores influyentes, que aportan legitimidad, con otros menos conocidos pero más accesibles y comprometidos.
3. El mentor no es a sus pupilos lo que el profeta es a sus seguidores: Un buen mentor no siempre tiene la razón, y la gratitud o la lealtad hacia él no deben ser ciegas. En otras palabras, ser un buen pupilo no significa defender incondicionalmente todas las ideas del mentor, ni renunciar a explorar caminos que él no apruebe. Lo que valida al mentor en su rol es su capacidad para ayudarnos a avanzar en nuestro sendero profesional. Buena parte de esto suele venir en forma de “luz”.
Un buen mentor es alguien que ilumina con su visión del mundo el sendero que queremos recorrer. Esta luz, sin embargo, siempre es parcial. No importa cuán brillante y experimentado sea el mentor, cada quien tiene su propio sendero e identificarlo es una tarea irremediablemente individual.
Ver al mentor como una luz parcial que guía las carreras de sus pupilos invita, además, a dos conclusiones prácticas:
i) No hay que depender de un solo mentor: Una red diversa de mentores proyecta luces desde ángulos distintos, haciendo más claro el camino.
ii) El mentorazgo se sostiene en la confianza mutua: Habrá momentos en que el mentor no comprenda nuestras decisiones y, aun así, deberá confiar en las razones que tenemos para ellas; del mismo modo, habrá que confiar que las recomendaciones que consideramos erradas de nuestros mentores parten de un interés genuino en nuestro desarrollo.
Estas reflexiones son particularmente valiosas en estos tiempos que exaltan la igualdad absoluta y desconfían de las jerarquías. A pesar del ruido de esas narrativas, el mundo profesional sigue siendo profundamente jerarquizado, y el poder de un mentor radica precisamente en su capacidad de aprovechar oportunidades que solo existen en ese marco. Por eso, todo aquel con un espíritu práctico y que quiera maximizar su potencial haría bien en invertir—con paciencia y cuidado—en la construcción de relaciones de mentorazgo sólidas.