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Miren este dato: el 38% de las personas capturadas por hurto en 2017 ya habían sido arrestadas entre dos y nueve veces. Eso dice mucho del gusto que hay por lo ilegal.
Por Juan David Ramírez Correa - columnasioque@gmail.com
En el barrio Mazuren, al norte de Bogotá, la comunidad atrapó a un ladrón y comenzó a impartir justicia por mano propia. La Policía intervino para calmar los ánimos y proteger al delincuente. En medio del tumulto, un señor confrontó al ladrón mientras lo grababa. “Rata, descarado, abusador”. El ladrón ardió en cólera, tiró patadas, trató de agredir y amenazar a quien le gritaba mientras lo miraba con ojos de diablo. En medio de su rabia, con la mayor arrogancia, dijo que tenía 17 anotaciones delincuenciales y que su socio para robar, que se voló, era su hijo. Ahí fue cuando soltó una frase lapidaria: “Es que robar también es trabajo”.
Revisemos eso. Cuando una persona dice que robar es un trabajo tan digno como el de un médico, un administrador, un chofer de bus, un reciclador o un profesor, algo raro está pasando, porque pensar en el robo como empleo es una justificación peligrosa del desvarío moral que permea nuestra sociedad. Bajo esa lógica, los narcotraficantes, el ELN, los corruptos, los que prostituyen a menores de edad son grandes trabajadores y ni se diga de quienes ostentan el poder y quieren hacer lo que no se puede porque viola las normas y la Constitución.
¿Cómo llegamos a este punto? La respuesta reside en la alarmante impunidad que hay en Colombia. Miren este dato: el 38% de las personas capturadas por hurto en 2017 ya habían sido arrestadas entre dos y nueve veces. Eso dice mucho del gusto que hay por lo ilegal, del hábito y la falta de límites de muchas personas frente al acto de robar. El hecho de que el ladrón se jactara de sus 17 registros delictivos corrobora la cifra.
Otra respuesta está en la descomposición de los valores sociales, una idea que se entiende cuando en los barrios lloran a los muchachos porque eran muy buenos chicos sin importar cuántos delitos, muertos y dolores ajenos tuvieran entre el pecho y la espada. Esa especie de drama de circunstancias disimula el actuar delictivo y lleva todo a una zona gris donde no hay diferenciación entre lo que está bien y lo que está mal.
Esa permisividad con el delito crea un habitus delictual, difícil de solucionar, donde el efecto contagio hacia lo ilegal se transfiere fácilmente. En conclusión, pensar así es tener una distorsión muy brava de la realidad, en la que se premian los códigos de los delincuentes y se socavan fundamentales éticos y morales de cualquier sociedad.
¿A qué viene al caso este asunto? Viene porque conecta con el desgobierno que vive el país en materia de seguridad. El empeño en abandonar el control del orden público abre la nefasta puerta de la normalización del actuar delictivo. Policías y militares cruzados de brazos no es algo sensato en un país donde hay tantos que se habituaron a la ilegalidad como un trabajo, y si no hay control habrá trabajo para muchos, incluso para ladronzuelos como el de Mazuren, un orgulloso obrero del atraco en barrio. .