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Tierra de intolerantes

hace 10 horas
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  • Tierra de intolerantes

Por Juan David Ramírez Correa - columnasioque@gmail.com

Tiendo a pensar que la intolerancia es tan deporte nacional como el tejo. Dígame si no: vivimos en un estado permanente de exasperación. Miradas malgeniadas, riñas, discusiones triviales y choques de egos terminan convertidos en tragedias. Las estadísticas lo confirman. Según cifras de la Policía, siete personas son asesinadas a diario en hechos de intolerancia y en lo que va del año, 2.065 homicidios han tenido como detonante la incapacidad de resolver conflictos sin violencia.

Uno de esos casos llegó en la noche de Halloween. Juan Esteban Moreno, estudiante de la Universidad de los Andes, celebraba con sus amigos en Bogotá. Horas después, estaba muerto. Una golpiza brutal acabó con su vida. La muenda mortal al parecer fue por un cruce de palabras que desató la ira de unos desadaptados azuzados por las hormonas. Lo que pudo haber sido una nimiedad, terminó en un homicidio agravado.

Pero este no es un hecho aislado. La intolerancia mata en cualquier parte. El Instituto Nacional de Medicina Legal asegura que dos de cada diez homicidios se originan en riñas que pudieron resolverse con diálogo. Además, hasta agosto, esa entidad había realizado 51.000 exámenes por lesiones personales en conflictos interpersonales.

¿Cómo llegamos a esto? La respuesta no es simple. Un editorial de El Tiempo trató de reflexionar sobre el fondo del asunto, argumentando que la intolerancia es un problema estructural, con raíces culturales, sociales y económicas. Desde la infancia se enseña que la agresión es una forma válida de imponer respeto. Mucho machismo y poca educación emocional hacen de cualquier desacuerdo una batalla campal. Usted dirá que eso es obvio, y puede que sí, pero ese es el quid del asunto. Lo que hemos construido como sociedad se volvió un teflón que no deja pegar las soluciones a la intolerancia. El verdadero germen está en la forma como aprendemos a relacionarnos.

Esa última frase tiene asidero en cosas como estas: solo el 4% de los colombianos cree que se puede confiar en los demás, según la Encuesta Mundial de Valores presentada por Comfama. Somos un país feliz (91 % así lo afirma), pero profundamente desconfiado. ¿Cómo convivir armónicamente si la sospecha es el punto de partida? La falta de confianza erosiona el tejido social, alimenta la polarización y convierte al otro en enemigo antes que en ciudadano.

En el siglo XVII, Thomas Hobbes dijo que en ausencia de normas y confianza, la vida se vuelve “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”. Qué mejor descripción para nuestra tierra de intolerancia. Esa maldita pulsión de la violencia al estilo colombiano, desbordada en cada esquina y disfrazada de “defensa del honor”, de “justicia por mano propia”, de “no me dejo”, es la que nos tiene jodidos. Esa es la que hace que cualquiera diga con rabia: “bobo, cagao”, “qué va, gonorrea, hp”.

¿Qué hacer? No hay soluciones mágicas, pero sí caminos urgentes: educación, control del consumo de alcohol y drogas, sanciones ejemplares y, sobre todo, un cambio cultural que privilegie la empatía sobre la agresión. Si no lo hacemos, seguiremos contando muertos por razones tan absurdas como una mirada, un comentario o un disfraz. ¿Cuántas vidas más estamos dispuestos a perder?

Es muy probable que, al momento de usted leer esta columna, alguien esté siendo sometido a actos intolerantes, con las consecuencias que, seguramente, traerán consigo y con una alta certeza de que no va a pasar nada para que el asunto se resuelva. Ese es el problema: nos acostumbramos a vivir en una tierra de intolerancia.

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