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A veces siento pena por los niños que crecen sin enterarse de que la vida es una permanente resolvedera de problemas porque siempre tienen a alguien resolviéndolos por ellos.
Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo
Mi primer trabajo fue en una emisora de radio. Lo bueno era que, aún sin graduarme como periodista, me había enganchado en un medio de comunicación de los grandes. Lo malo era que no me pagaban. Cuando llegó diciembre recuerdo que pedí vacaciones y me las negaron. Lo primero que hice fue ponerme a llorar. Entiéndanme bien, tenía 19 años y sería la primera vez en mi vida que no iba a tener vacaciones. Esa es la primera gran diferencia entre la vida de estudiante y la vida de empleado, pero yo cómo diablos iba a saberlo si en ninguna parte lo preparan a uno para semejante choque. Lo segundo que hice fue indignarme. ¿Cómo era posible que me exigieran quedarme trabajando si no estaba recibiendo ni un solo peso? Cuando se lo conté a uno de mis compañeros de cabina, que era un periodista consagrado y exitoso, me lanzó una risita, mitad de lástima y mitad de burla, y me dijo una de esas frases que yo llamo de aterrizaje forzoso: «Bienvenida al mundo laboral: así es». Ya tendría tiempo de comprobar que, en efecto así era y que, incluso, podía ser peor. Trabajar es tan maluco que por eso le pagan a uno.
Hace años vi una película sobre una niña que, tras perder a toda su familia en un asesinato, termina buscando refugio en un matón a sueldo llamado León. La niña es Natalie Portman y El perfecto asesino fue su primera película. Jamás he podido olvidar la escena en la cual ella, completamente aturdida por la dureza de su realidad, le pregunta: «¿La vida es siempre así de dura o es sólo cuando eres un niño?». «Siempre es así», le contesta León. Yo también creo que es así y que es mejor saberlo rápido para estar preparado. A veces siento pena por los niños que crecen sin enterarse de que la vida es una permanente resolvedera de problemas porque siempre tienen a alguien resolviéndolos por ellos. Si uno no se tropieza no aprende a esquivar las piedras.
Si algo le agradezco a mis aterrizajes forzosos es la enorme consciencia que me han dado. En mi última novela narro uno de ellos. Tengo 23 años y vivo en Londres ganándome la vida con trabajos precarios y mal pagados. He quemado un horno industrial y llevo más de diez horas ininterrumpidas limpiándolo. Al regresar a casa, con los nudillos en carne viva, llamo a la mamá llorando a contarle la novedad. «¿A cómo es que le pagan la hora?», pregunta. «A siete libras», respondo. «Pues a usted siquiera le pagan, yo he lavado hornos, platos y baños toda mi vida y nadie me ha dado ni un peso». Les juro que uno no es el mismo después de una respuesta así. Algo se mueve por dentro para siempre. Las piezas se reacomodan y, de repente, ves algo que antes no veías; algo que, de ese momento en adelante, no podrás dejar de mirar por mucho que te incomode.
Ya ven, no es necesario afrontar grandes tragedias para aterrizar de manera forzada, a veces basta con escuchar una simple frase, tan, pero tan aturdidora que resonará el resto de tu vida.