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Por Juan José García Posada - juanjogarpos@gmail.com
Cuando el profesor Jûrgen Habermas publicó los dos tomos de su Teoría de la Acción Comunicativa en 1982, la obra se propagó por los programas de filosofía y periodismo y los colombianos no fueron la excepción, a pesar de que el Señor Presidente no lo crea. Él tiene su particularísima interpretación de las tesis del casi centenario filósofo, que propuso una estrategia para la democracia. En este país empezó a aplicarla con acierto de estadista serio Belisario Betancur en su malogrado proceso de paz. Está clarísimo que los planteamientos habermasianos están dirigidos a demócratas y no a populistas ni a oportunistas. Pero esa ha sido la suerte que en últimas han corrido en el medio nuestro, gracias a los malabares retóricos del astuto gobernante actual.
Habermas comparte con filósofos como Teodoro Adorno y Max Horkheimer la orientación del llamado Grupo de Frankfurt y el estudio de la sociedad en sus múltiples dimensiones. Ha desarrollado la ética discursiva y profundizado en el concepto de mundo de la vida y las interacciones sociales en sus relaciones con el sistema. Insiste en la validez del habla, la legitimidad ética del diálogo, sobre las bases de la comprensibilidad, la verdad y la rectitud normativa. Con Habermas concluimos que se trata de una teoría crítica para comprender la sociedad mediante la acción comunicativa, de modo que el lenguaje y el diálogo son fundamentales para la construcción de la realidad social y la emancipación humana.
Digamos que es una relación, la que expone Habermas, que lleva implícita, sin falta, la legitimidad del diálogo de buena fe, sin cartas escondidas. La más mínima sospecha de malicia o engaño invalida la acción por emprender entre interlocutores que, así partan del desacuerdo, acrediten rectitud de intención y veracidad. La trampa, la manipulación, la mentira, son inaceptables. Es cuestión de pura y simple honradez intelectual. Por consiguiente, un embolismador, un enredador malintencionado anula cualquier posibilidad de que la acción comunicativa prospere. La destruye.
La coherencia de los interlocutores entre el pensar, el decir y el hacer es condición primordial para que la relación basada en la acción comunicativa no se malogre por causa de posiciones torticeras de uno u otro lado, o de los dos. Ahí reside el criterio ético ineludible en una estrategia que debe estar despojada de cálculo político destructivo, como el que se sospecha o se evidencia cuando en la interlocución se excluye el carácter democrático del diálogo. Por eso, cuando el Señor Presidente quiso invocar las tesis de Habermas (en el santuario prehistórico de Chiribiquete) e invitar a las universidades a estudiarlas (cuando ya lo han hecho de tiempo atrás), lo que está dejando al descubierto es una deslegitimadora instrumentación política de una teoría tan respetable aunque farragosa, en beneficio nulo de su notoria tendencia populista y su manía de engañar, de embolismar a sus posibles interlocutores. Habermas al gusto, como el azúcar. Todo lo contrario de lo que ha predicado el profesor alemán.