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El circo

hace 4 horas
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Por Lewis Acuña - www.lewisacuña.com

Cuando era niño -cuenta el hombre de esta historia- fui con mi padre a ver una función de circo. Estábamos los dos parados en la larga fila para comprar las entradas. Delante de nosotros había una familia de tres niños, la madre y el padre. Se veían de una clase muy humilde... como nosotros.

La ropa era vieja, pero digna y limpia. Los niños estaban felices mientras hablaban del circo, tal como lo hacía yo. Cuando llegó su turno, el padre se acercó a la taquilla. Tartamudeó cuando el cajero le dijo el precio de las entradas. Dio un paso al costado para susurrarle al oído de su esposa, que sonreía viendo a sus niños emocionados gritando. El más pequeño brincaba y aplaudía, otro imitaba un elefante, el tercero señalaba los zapatones de un payaso que los saludaba.

El hombre, se sobaba la cabeza como intentando mantenerla en su lugar, como si quisiera evitar que se derrumbara. Cerró los ojos y los apretó con fuerza para no evidenciar su alma y corazón destrozados. Ella escuchaba esos susurros desolados. Tan bajos, tan tristes. No tenían ni la fuerza necesaria para quebrar la voz de su esposo que le susurraba desconsolado.

Vi a mi padre viéndose en él, reflejándose, entendiendo perfectamente lo que no podía escuchar. Son lenguajes que se aprenden al tener hijos. Vi como accidentalmente metía su mano en el bolsillo y la sacaba apretando un billete de veinte dólares. Noté como la pasaba sobre mi hombro derecho y casualmente, al abrirla, caía el billete en dirección a la ventanilla de esos padres abatidos que se preparaban para el llanto de sus pequeños.

Lo escuché cuando, mientras se agachaba a recogerlo, decía —Discúlpeme, creo que se le cayó esto. Y su otra mano la ponía sobre el hombro de aquel desconocido. Ella lo miraba con un brillo naciente en los ojos enlagunados. Él miró a mi papá y sin poder decir nada lo abrazó sin tocarlo, con una fuerza que nunca más he vuelto a presenciar. Son lenguajes que se aprenden al tener hijos.

Nunca me hubiera sentido más orgulloso de papá. Lo último que recuerdo es verlos entrar a la carpa tratando de seguirle el ritmo a sus tres pequeños. El espectáculo más hermoso que vería en toda mi vida era ese momento, mientras él me tomaba de la mano para salirnos de la fila. Solo tenía los veinte dólares que les había dado.

Hay momentos en los que la vida te pone a elegir. Seguir pensando en ti, o hacer algo por alguien más, aunque signifique quedarte sin lo que tenías. Es ahí donde se mide de verdad el carácter. Lo curioso es que esas elecciones casi nunca tienen testigos. Nadie te aplaude, nadie te graba. Solo queda la satisfacción íntima de saber que hiciste lo correcto, aunque el costo haya sido alto, tu corazón lo registra.

Esas renuncias se te quedan adentro y son las que un día, cuando mires atrás, van a darte la certeza de haber vivido con sentido. Al final nunca será lo que recibes, sino lo que eliges entregar. Tal vez hoy la vida te ofrezca una de esas oportunidades. Hazlo. Nadie lo notará y quizá ni siquiera te lo agradezcan, pero tú sabrás por siempre que en ese instante, fuiste grande.

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