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Montones de Janes Goodall

Jane Goodall se hizo ver y respetar en una época en la que las mujeres tenían que ser invisibles y permanecer calladas.

hace 8 horas
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  • Montones de Janes Goodall

Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo

La primera vez que vi a Jane Goodall rodeada de chimpancés, lo primero que pensé fue que quería ser como ella. Para entonces yo tenía 12 años y creía saber mucho de animales por el simple logro de haber dormido con una gallina llamada Pinka dentro de mi cuarto, por bañarme con mi perro Rufo en una ponchera verde y por salir a recolectar tortugas en las noches de lluvia. No hubo poder humano que me convenciera de que las tortugas no sentían frío. Me imaginé ser como esa señora que había visto por televisión, pero con manadas de lobos y luego con osos y luego con elefantes y luego con jaguares. También tuve fase de delfines y ballenas. Al final, cuando me decidí a imitarla, terminé refundida en plena selva costarricense cuidando guacamayas. Sólo allí comprendí la magnitud de la entrega y el compromiso de Goodall.

Lo que nadie te cuenta cuando decides trabajar por los animales es que es una labor ingrata, compleja, frustrante, solitaria. Rodeada de guacamayas recuerdo haber llorado todos los días durante mi voluntariado. Al santuario llegaban las víctimas del tráfico animal, por lo general mutiladas, deprimidas al punto de arrancarse las plumas, enloquecidas por el encierro, por las jaulas, por el egoísmo y la brutalidad de los seres humanos. Comprendí que ese tipo de trabajo era para espíritus valientes y almas fuertes y yo era cobarde y blandita. Eso hizo que la admirara más. Cuando los actos colectivos nos empujan a creer que no hay vuelta atrás, que hemos perdido tanto que ya no queda nada más que perder, aparece ella con la última conferencia que dio, sin saber que sería la última; se llamaba Razones para la esperanza. Pensé que había que tener un espíritu inmenso para vivir lo que vivió y continuar encontrando razones para seguir viviendo.

Jane Goodall se hizo ver y respetar en una época en la que las mujeres tenían que ser invisibles y permanecer calladas. Demostró que pequeñas acciones realizadas con pasión y convicción pueden marcar la diferencia. Defendió los derechos de los animales cuando los hombres todavía los consideraban inferiores y se preguntaban si acaso podían sentir, pensar o sufrir. En pocas palabras, puso en evidencia la ignorancia y la estupidez humana que, desafortunadamente, aún no hemos erradicado del todo. Los datos científicos no dicen nada si no van acompañados de sensibilidad, de subjetividad y de profundidad psicológica, elementos que ella supo añadir al cientificismo rancio y machista de su época. Ella demostró que los seres humanos no estamos separados de la naturaleza, sino que somos una puntada más dentro de la imbricada red que la compone. Ni mejores ni peores y, sin duda, absolutamente prescindibles.

Un día se preguntó cómo era posible que la especie con mayor capacidad intelectual de la historia fuera capaz de destruir su único hogar. Yo me lo sigo preguntando y quizá por eso me duele su partida: porque me siento sola y sin respuestas; porque el planeta necesita montones de Janes Goodall y sólo había una; porque la esperanza se me escurre a chorros y ya no está ella para traérmela de vuelta.

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