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Cuando “Easy rider”, de Dennis Hopper fue estrenada comercialmente en Estados Unidos, en julio de 1969, se convirtió en un éxito de taquilla porque el público pudo ver en pantalla grande una realidad que muchos conocían ya, que veían y vivían en las carreteras y los pueblos de todo el país, pero que hasta ese momento sólo había recibido un tratamiento filtrado por el glamur del cine. Los “moteros salvajes” que la película presentaba con una sensación de urgencia y de verdad como de noticiero, se convirtieron en íconos de un momento social, a tal punto que la película fue incluida en 1998 en el Registro Nacional Fílmico de la Biblioteca del Congreso, por su valor histórico y cultural.
“El club de los vándalos”, de Jeff Nichols, intenta ser una versión intelectualizada del mismo momento histórico estadounidense, incorporando una reflexión con ecos en la actualidad sobre cómo la violencia puede salirse de las manos de aquellos que coquetean con ella, pero fracasa (no estrepitosamente, con dignidad) en su intención porque escoge un camino del medio en casi todos los aspectos: visual, dramático, narrativo, que termina afectando su intensidad y la contundencia de sus ideas.
SI uno ha tenido una banda de rock, o un grupo de amigos que se junta para jugar fútbol, es fácil entender la motivación de Johnny, el creador de los Vándalos, para echar a rodar la idea de un grupo de tipos unidos por su amor por las motocicletas y sus ganas de escapar de la rutina de la clase media. Eso explica también el grado de adoración que los miembros llegan a tener por él, que se convierte en líder un poco a su pesar, aunque termine haciendo uso del poder que eso le otorga. Sin embargo, la estructura de la historia, armada a partir de las entrevistas a Kathy, la esposa de Benny, que hace un integrante de los Vándalos convertido en periodista —que es la forma que encontró Nichols de rendirle homenaje a Danny Lyon, el autor del libro fotográfico que lo inspiró— consiguen un alejamiento de los personajes que corta la conexión emocional del público con ellos, pues es como si nos dictaran lo que tenemos que pensar sobre sus acciones. No le hace bien a la película que nos enteremos de ciertas muertes antes de verlas. Tanto Jodie Comer como Tom Hardy, logran que creamos en sus personajes, a pesar de que el guion sólo consigue hondura suficiente en una escena, cuando Johnny le explica a Benny, el personaje que Austin Butler construye imitando a James Dean, por qué debería ser quien lo reemplace como líder.
Por desgracia el resto de la película se desarrolla frente a nosotros con belleza formal y cuidado en los detalles (están muy bien las canciones elegidas para musicalizar ciertos momentos) pero también con desgana, como si Nichols se cohibiera a la hora de pisar el acelerador. “Easy rider” se hizo con muy pocos recursos, pero logró narrar el sentimiento de una época. “El club de los vándalos” recrea una época, pero pareciera no querer entenderla. O mejor, no ser capaz de hacerlo.
Cuando “Easy rider”, de Dennis Hopper fue estrenada comercialmente en Estados Unidos, en julio de 1969, se convirtió en un éxito de taquilla porque el público pudo ver en pantalla grande una realidad que muchos conocían ya, que veían y vivían en las carreteras y los pueblos de todo el país, pero que hasta ese momento sólo había recibido un tratamiento filtrado por el glamur del cine. Los “moteros salvajes” que la película presentaba con una sensación de urgencia y de verdad como de noticiero, se convirtieron en íconos de un momento social, a tal punto que la película fue incluida en 1998 en el Registro Nacional Fílmico de la Biblioteca del Congreso, por su valor histórico y cultural.
“El club de los vándalos”, de Jeff Nichols, intenta ser una versión intelectualizada del mismo momento histórico estadounidense, incorporando una reflexión con ecos en la actualidad sobre cómo la violencia puede salirse de las manos de aquellos que coquetean con ella, pero fracasa (no estrepitosamente, con dignidad) en su intención porque escoge un camino del medio en casi todos los aspectos: visual, dramático, narrativo, que termina afectando su intensidad y la contundencia de sus ideas.
SI uno ha tenido una banda de rock, o un grupo de amigos que se junta para jugar fútbol, es fácil entender la motivación de Johnny, el creador de los Vándalos, para echar a rodar la idea de un grupo de tipos unidos por su amor por las motocicletas y sus ganas de escapar de la rutina de la clase media. Eso explica también el grado de adoración que los miembros llegan a tener por él, que se convierte en líder un poco a su pesar, aunque termine haciendo uso del poder que eso le otorga. Sin embargo, la estructura de la historia, armada a partir de las entrevistas a Kathy, la esposa de Benny, que hace un integrante de los Vándalos convertido en periodista —que es la forma que encontró Nichols de rendirle homenaje a Danny Lyon, el autor del libro fotográfico que lo inspiró— consiguen un alejamiento de los personajes que corta la conexión emocional del público con ellos, pues es como si nos dictaran lo que tenemos que pensar sobre sus acciones. No le hace bien a la película que nos enteremos de ciertas muertes antes de verlas. Tanto Jodie Comer como Tom Hardy, logran que creamos en sus personajes, a pesar de que el guion sólo consigue hondura suficiente en una escena, cuando Johnny le explica a Benny, el personaje que Austin Butler construye imitando a James Dean, por qué debería ser quien lo reemplace como líder.
Por desgracia el resto de la película se desarrolla frente a nosotros con belleza formal y cuidado en los detalles (están muy bien las canciones elegidas para musicalizar ciertos momentos) pero también con desgana, como si Nichols se cohibiera a la hora de pisar el acelerador. “Easy rider” se hizo con muy pocos recursos, pero logró narrar el sentimiento de una época. “El club de los vándalos” recrea una época, pero pareciera no querer entenderla. O mejor, no ser capaz de hacerlo.