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El despertar salvaje
Crítico

Diego Agudelo Gómez

Publicado

El despertar salvaje

Diego Agudelo Gómez

Crítico de cine

The walking Dead agotó el género de zombis. Con nueve temporadas y 147 episodios quizás ya no queda nada nuevo qué contar sobre muertos vivientes, cada posibilidad de un cadáver ha sido explorada: putrefactos, mutilados, grotescos, imparables, solitarios o aglutinados en hordas letales. La serie de AMC, con su excesivo pavoneo de asesinatos, ha proclamado una especie de monopolio sobre los cadáveres reanimados.

Una nueva serie de zombis sería una empresa arriesgada. Habría que buscar un enfoque que la separe de la regente actual del género. Producciones como iZombie o Santa Clarita Diet intentan una aproximación desde el humor. La serie francesa Les revenants es un ejemplo que se separa radicalmente, aunque tuvo poco impacto en nuestro lado del Atlántico. Es anterior a The Walking Dead, empezó en 2012, y sus 16 capítulos recrean la atmósfera dramática de un pueblo al que empiezan a retornar las personas fallecidas hace años. No comen la carne de sus congéneres ni deambulan batallando contra el rigor mortis; vuelven vivos, frescos y sin olor a mortecina.

Netflix ha hecho también algunos intentos. Hace poco estrenó el drama de época Kingdom, ambientado en la Corea del siglo XIV, aunque sus seis capítulos transcurren con pasmosa lentitud. Un intento más acertado es Black Summer, publicada en la plataforma de streaming el pasado 11 de abril.

La primera temporada de ocho capítulos se ubica en las antípodas de The Walking Dead. La estructura de la trama es coral y los episodios son fragmentados en secuencias que van contando el devenir de cada protagonista o aquellos momentos significativos que merecerían un capítulo aparte, una nota al pie, un momento de atención por parte de la cámara. Los fragmentos encadenados consolidan una narración vertiginosa en la que debemos cazar en el aire los detalles que ayudan a comprender este nuevo mundo perdido.

Hay un apocalipsis zombi, cómo no, pero nada explica el origen de la epidemia. Conocemos en primer lugar a Rose, una madre de familia que se dispone a evacuar un vecindario de los suburbios junto a su hija y su esposo. La multitud corre con su equipaje a cuestas. El espanto es unánime. La ruta no parece muy clara. La cámara nos ayuda a participar de ese espanto. Todo lo que puede salir mal, sale mal, y Rose debe separarse de su hija y de su esposo, convertido en un cadáver nutrido con esteroides: rápido, voraz, inmune a las balas, con chorros de babas sanguinolentas brotando de su ávida boca.

El caos de esta primera secuencia se mantiene a lo largo de todos los episodios. Esta es una de las características que diferencian Black Summer de TWD. No hay caminatas interminables ni diálogos edulcorados que crean la ilusión de quietud antes de algún zarpazo. Siempre hay un personaje asediado y los escritores no dejan que nos encariñemos con ningún protagonista porque los van matando poco a poco. Además, el arco narrativo de la primera temporada es el de un viaje: todos deben llegar al estadio donde el ejército reúne a los sobrevivientes para evacuarlos y ese viaje está sembrado de peligros, pruebas de fuego que transforman a los personajes. Una indefensa madre de familia se convierte en asesina certera. Una japonesa que no habla el idioma de sus compañeros se hace entender con el lenguaje universal de la furia. Un pusilánime hipster de clase media entiende lo que significa ser perseguido sin tregua.

Los zombis de Black Summer son herederos de aquellos cuerpos poseídos por la rabia que vimos en la película 28 días después: despiertan a la vida con un salvajismo que los hace ver más vitales que a sus presas. Quienes huyen, hablan de hordas que levantan el polvo de los caminos y devoran ciudades en un santiamén. No vemos en la primera temporada a esa muchedumbre de cadáveres, pero el desenlace preliminar augura un porvenir temible y renovado para un género que no se agota.

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