Pico y Placa Medellín
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Hablar de reggae es hablar de un manifiesto permanente de libertad. Desde sus raíces jamaiquinas forjadas por los descendientes de esclavos africanos que mezclaron ska, rocksteady, blues, soul y R&B, este género ha sido, más que un ritmo, una filosofía de vida. Su historia es la de un canto colectivo por la dignidad, un sonido que late fuera del tiempo, que se siente en el pecho y que recuerda que la música también puede ser resistencia. Sin embargo, lo verdaderamente fascinante del reggae es su capacidad de viajar, de adaptarse, de florecer en geografías improbables. Y entre todos esos destinos, Medellín ocupa un lugar especial.
El camino del reggae hacia Colombia es conocido: los cruceros que llegaban a San Andrés en los años ochenta trajeron consigo los sonidos del Caribe anglófono. Allí nació The Rebels, la primera banda de reggae del país, influenciada por Bob Marley, Harry Belafonte y la tradición isleña. Su posterior llegada a Medellín, fichados por Codiscos, marcó un antes y un después. Esa semilla germinó en un territorio que, en ese entonces, se identificaba más con la escena punk, el metal y el rock. Pero el reggae encontró espacio, encontró oídos, encontró corazón.
Y es que Medellín siempre ha tenido la capacidad de apropiarse de influencias externas sin perder su carácter. Lo hizo con el tango, con el rock y con el hip hop; ahora lo hace con el reggae. La visita de Inner Circle en 1994 fue un punto de inflexión, así como el surgimiento del festival Ska Antipersonal, que comenzó a tejer puentes entre las montañas antioqueñas y la isla de Jamaica. Pero lo más poderoso ha sido el surgimiento de un sonido propio, un reggae paisa con identidad clara, comprometido con las luchas sociales, con la espiritualidad y con la sensibilidad de barrio.
Bandas como De Bruces a Mí, Providencia, Coffee Makers, Mística, Tarmac, Rasbarule o Don Kristobal son hoy referentes obligados de esta construcción. No son copias tropicalizadas del sonido jamaiquino: son voces que traducen el mensaje del reggae a la vida cotidiana de Medellín. En sus letras hay montañas, hay cicatrices, hay esperanza. En su sonido hay la cadencia jamaicana, sí, pero también la nostalgia andina, la vibra urbana del Valle de Aburrá y la calidez de un público que ha aprendido a escuchar con el alma.
Cuando la Unesco declaró el reggae como patrimonio inmaterial de la humanidad en 2018, reconoció su papel como vehículo de reflexión sobre la injusticia, el amor, la resistencia y la condición humana. Lo interesante es que esos mismos valores dialogan profundamente con la historia reciente de Medellín. Tal vez por eso el reggae encontró aquí un terreno fértil: porque esta ciudad entiende la resistencia, porque sabe lo que significa transformar el dolor, porque ha hecho de la música una forma de sanar.
En un país donde los géneros urbanos dominan la conversación mediática, el reggae de Medellín sigue creciendo casi de manera subterránea, pero con fuerza, con mística, con autenticidad. No busca modas: busca consciencia. Y eso lo vuelve necesario. Hoy, cuando la industria musical tiende a privilegiar lo inmediato sobre lo profundo, la escena reggae paisa recuerda que la música también puede ser un acto de memoria, un puente cultural y una forma de resistencia amorosa.
Jamaica le regaló al mundo el reggae. Medellín, con su capacidad inagotable de reinventarse, lo ha adoptado y le ha dado una nueva casa. Una donde aún resuena el mensaje esencial: amor, libertad, comunidad. Porque la ciudad que alguna vez sobrevivió al ruido más doloroso, ahora le apuesta a un sonido que, más que escucharse, se siente: el reggae que crece entre montañas.